Se habla de Cataluña en la barra del bar, en la cola del supermercado, en la grada del estadio de fútbol, en las comidas familiares, en las cenas de aniversario y en las citas entre enamorados. Es el tema predilecto, el leitmotiv de las últimas semanas. Lo es porque todos nos preguntamos qué pasará con el referendo catalán. A mí esta curiosidad me llevó a ver el último programa de Jordi Évole. Quería saber cómo justificaba Carles Puigdemont este pulso con el Estado español. Encendí la televisión, busqué el programa y me tiré en el sofá. A pesar de que buscaba respuestas, lo más revelador lo encontré cuando el presidente catalán todavía no había salido en la pantalla.
Me quedé en el prólogo, en la entradilla, donde se intercalaban entrevistas del propio Évole con las frases de ciudadanos de a pie, que daban su valoración sobre la votación. Un persona, henchida de razón, soltó una máxima que corrió como un relámpago por mi columna vertebral. Ya la había escuchado anteriormente. «Creo que en democracia tendríamos que votar muchas más veces», venía a decir. Al instante mi sofá se convirtió en el Delorean de Regreso al futuro. Viajé por el espacio-tiempo y visité los salones plenarios de Ribeira, Porto do Son y Noia, los últimos en los que he estado. Allí me encontré con concejales y alcaldes debatiendo sobre cuestiones políticas, acompañados de las butacas del público prácticamente vacías, imagen que lamentablemente se repite cada pleno.
Pensé en la persona de antes y me pregunté si estaría dispuesta a pasar cuatro horas al mes votando sobre la ampliación de aceras en un barrio, la instalación de pluviales en otro, el pintado de la fachada del centro social y el cambio de luminarias en el paseo marítimo. Me pregunté si solo quiere votar, o también informarse de lo que vota. Esto le exigiría aún más tiempo, que no podrá dedicar a su familia, a tomarse una cerveza con sus amigos o a cenar con su pareja. Para gozar de conocimiento tendría que leer los informes de los técnicos municipales, debería reunirse con los sectores implicados y escuchar las quejas de los vecinos. Todo esto fuera del horario de trabajo.
Dudo que aceptase perder su tiempo en estas nimiedades, que seguramente consideraría de poco prestigio comparadas con un referendo como el catalán. Sus palabras me dejaron claro que vivimos en la etapa del postureo político. Sin embargo, para desenmascararla solo hay que visitar el salón del plenos que prefiera. Siéntese en una silla y espere a que se llene. Por mucho que pueda doler, solo necesita un poco de tiempo para descubrir que a la mayoría le basta con votar cada cuatro años y quejarse hasta las siguientes elecciones.