Defensa de la alegría

maxi olariaga MAXIMALIA 

BARBANZA

27 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando el helado viento de los días se posa en mi ventana. Cuando el sol sucumbe derrotado por las nubes que se amotinan sobre Monte Louro. Cuando la náusea y el vómito se esparcen como una laguna negra calle abajo desde las entoldadas cafeterías hasta los malecones. Cuando la risa no florece y muere infecunda en los jardines de mi infancia. Cuando la mar se detiene, duda, y ni los delfines podrían decir si va o viene. Cuando los padrenuestros y las letanías se enredan en los pararrayos y en las veletas de los campanarios. Cuando del violín de un desheredado de la tierra se desploman raídas las notas de una viejísima canción de amor a las puertas de una sucursal bancaria. Cuando las calles se estremecen y se arrugan como los cuerpos de dos ancianos amantes tendidos al sol como lagartos. Cuando la puerta de salida está cerrada con siete llaves. Cuando las lágrimas manan oxidadas de mis ojos cerrados por el nácar que la sal creó a lo largo de las noches en vela. Cuando todo está consumado. Cuando todo está perdido para siempre. Entonces recuerdo a Mario Benedetti.

Sus versos me sacuden el espinazo como un látigo de siete colas y su estallido en el aire corrompido por las conversaciones maledicentes me despierta de la anestesia que la lluvia de las ofensas precipitaron en mi pobre cáliz de latón. Acudo a él, a Mario, y me siento en su trono de letras en el que diariamente los afligidos coronan su cabeza con la esperanza de resucitar aunque sea al tercer día. Y me arrodillo ante el altar que las ninfas alzaron en la azotea de su casa y dejo que su voz me penetre de costado a costado, como una lengua de fuego, sin dañar mi corazón, sin contaminar mi sangre. Y grito a quien pueda escucharme, el grito de sus versos: «Defender la alegría como una trinchera/ defenderla del escándalo y la rutina/ de la miseria y los miserables/ de las ausencias transitorias/ y las definitivas».

Descanso un siglo por ver si el eco me devuelve el verso pero el verso no vuelve. Se queda tras la montaña y habita una cueva inaccesible. Desde allí me llama y me requiere. Me tienta y me dice que acuda. Será mi refugio. Pero no me dejo dominar por el deseo de dejar el combate. Continúo leyendo el poema porque sé que en él está mi salvación: «Defender la alegría como una bandera/ defenderla del rayo y la melancolía/ de los ingenuos y de los canallas/ de la retórica y los paros cardiacos/ de las endemias y de las academias». Descanso otro siglo y noto como el consuelo trepa piernas arriba, supera el vientre, el tórax y la nuca, y se instala en el centro de gravedad de mi alma acurrucada en lo más íntimo de mi cerebro.

Me relajo y, cerrando los ojos, puedo ver como dentro de mí la alegría invade los callejones, las avenidas, los barrancos y los jardines que cultivo en mi oculto solar alejado de la contaminación y de las aberraciones exteriores. Me encuentro a salvo y río. Río encadenado a la alegría. Tanta alegría que la regalo a manos llenas a mi gente y aún sobra para invitar al hombre del violín y a Benedetti. Me siento indestructible defendido de las espadas anónimas tras el escudo de la poesía. Así salvo la vida cuando la intolerancia, la envidia, la soberbia y la calumnia tratan de abatir mi castillo de papel.