Resuelta en luna

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

matalobos

02 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

De mi amado Miguel Hernández, poeta: «Una mujer morena/ resuelta en luna/ se derrama hilo a hilo/ sobre la cuna». Son versos dedicados a su esposa, Josefina Manresa, a quien, mientras él esperaba la muerte en la cárcel de Alicante, imaginaba cantando una nana a su hijo recién nacido. Nanas de la cebolla, las tituló Miguel porque ella le había hecho llegar a la prisión la voz oscura de que solo se alimentaban con pan y cebolla. He aquí la tragedia de la maternidad truncada porque no solo con amor, caricias y canciones salva la mujer la carne de su carne, la piel de su piel. Es una situación de equilibrio inestable en la cuerda floja sobre la que se suspende una vida que son dos.

La madre y el hijo, la ola y la espuma de nácar que la adorna. En esta aventura de la maternidad el macho ha llegado, hilando caminos envenenados por la ira de la sinrazón, a conclusiones espurias e injustas de cómo debe ser tratada su esclava, su garantía de consuelo. La historia, en su devenir galopando sobre el horripilante caballo de la guerra, la muerte, el hambre y la peste, se ha dejado manosear por la mano del hombre guerrero, infiel, traidor, héroe, cobarde y orgullosamente tirano, déspota y amo. Con mano firme, empuñando su látigo armado con piel de dragón, el macho flagela a las mujeres y apenas les permite alzar su mirada o sus manos, salvo que sea para satisfacer sus deseos.

Pero los siglos, los años, los días y las horas, a pesar de su apariencia efímera y frágil, son largas muy largas y, lágrima a lágrima, han levantado sobre la montaña azul de la dignidad una fortaleza inexpugnable para la cobardía de los estúpidos que se pavonean en las aceras, en las columnas de prensa, en los basureros de la televisión y en las terrazas de las cafeterías del siglo XXI. Así fue como en el alba de estos días la pluma de Rosalía incendió un primer fuego ajeno a la obediencia: «Era delor i era cólera,/ era medo i aversión,/(...) Máis val morrer de friaxen/ que quentarse á súa fogueira». Fue el primer aviso, el primer alarido de la trompeta apocalíptica que anunciaba la revolución. Los imbéciles no la escucharon. Quisieron creer que era el estruendo de un rayo lejano que se precipitaba en un baldío. Luz Pozo lanzó un segundo venablo de oro: «Asomeime ao brocal dun espello sublime/ e cegáronme as ondas do coñecemento».

Los machos siguieron sordos devorando a sus víctimas impunemente. Ana Romaní esgrimió un martillo de plata. Ellos la miraban riéndose. Sobre las tejas de la prisión abandonada, con clavos de oro, dejó escrito: «Finada a lúa e as albas/ serás outra derrota,/ desamada». Los necios comenzaron entonces a hundirse en las arenas movedizas que conformaban la esfera del reloj de los días. Sus pesadas y presuntuosas armaduras les impidieron salir a flote. Y, poco a poco, en una última ojeada al cielo negro de su agonía comprendieron que la esclava era la belleza de sus escombros, la ternura de sus ruinas y la alegría del caos al que les había conducido su loca soberbia, la fatuidad de su conquista. En un inútil resplandor de lucidez, vislumbraron que tras la mujer resuelta en luna anunciada tiempo atrás por el poeta, la mujer, un ser humano, había sobrevivido a la muerte decretada por su brutal ignorancia.