La amigdalitis de Tarzán

BARBANZA

19 ene 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando empecé a escribir en La Voz de Galicia era absolutamente gilipollas. Cinco años más tarde ya solo soy bastante gilipollas. Al principio intenté agradar en exceso: histérico, cabeza llena de pájaros... hoy ya es otra cosa, tengo suficiente éxito y —sobre todo— suficiente fracaso a mis espaldas como para desconfiar de ambas sensaciones, para respetar a todo el mundo pero no hacerle mucho caso a nadie. Al final resulta agradable que me sigan leyendo, aunque me lean como quien lee la etiqueta del champú mientras uno está haciendo sus necesidades.

No me quito de encima el síndrome del impostor. Escribo siempre el mismo artículo: el intensito. Vivo con la certeza de que un día se descubrirá que siempre fui una enorme estafa. Cada columna que me publican me hace sentir como si debutara en la Liga y nadie notase que voy en silla de ruedas. Cinco años de columnas y nadie se ha dado cuenta de que no sé escribir. El milagro del timo, el ibuprofeno y la soledad. Solo tengo una «carrera literaria» porque existen plazos de entrega.

Cada semana me presento a este público examen sin haber estudiado, sin temario, pero del que finjo ser un experto. Ahora me preguntan cómo cuidar limoneros. El miércoles pasado, sentado en un bar de O Son, había un señor leyendo la página donde salía mi artículo. Intenté descifrar en su ceño qué le parecía mi columna, lo vi sonreír. Salté como un resorte: camarero póngame una enorme jarra de su cerveza más fría, que me prometí a mí mismo que celebraría el Nobel o la sonrisa de un vecino durante tres días, como una boda gitana.