
En cuestiones medioambientales, los españoles somos líderes en destrucción de parajes costeros. Entre otras cosas, nos encantan los paseos marítimos construidos con el eufemístico producto de hormigón ecológico. Creemos que dejando las costas como las parió la naturaleza, sería como vivir en un pobre país costero africano. Sin embargo, el cambio climático, año tras año, nos está demostrando que no todo vale en aras de un equívoco progreso industrial.
Otros países que sienten un gran respeto por sus zonas marítimo?terrestres, como la próspera Francia, se vienen preocupando del ordenamiento de su dominio marítimo y terrestre desde 1618, cuando a nosotros nos gobernaba Felipe III el Piadoso, inmerso en preocupaciones menos terrenales. A esa primera normativa francesa le siguieron posteriores leyes en 1930, 1963 y 1986. ¿Y España? Nuestra normativa comenzó con una nefasta ley de 1918 sobre paseos marítimos, por la que se llenaron de innecesarios rellenos varias localidades. Le siguieron dos leyes de costas en 1969 y 1980, junto con las farragosas leyes de 1988 y 2013 que trataban de complacer a todos, excepto a la propia naturaleza del litoral.
De pronto, el pasado 2 de agosto, entra en vigor el Real Decreto 668/2022 por el que se modifica otro reglamento anterior sobre costas. Y a la Xunta de Galicia, junto con varias entidades relacionadas con la cadena mar-industria, les faltó tiempo para considerar dicho reglamento como un ataque al sector: «Busca expulsar da nosa costa toda presenza de actividade social e económica sen xustificación técnica algunha», dijo nuestra conselleira. Da la impresión de que, los unos preocupados por sus propios intereses y los otros por complacerles, no quieren percatarse de la necesidad de devolver a la naturaleza lo que le hemos estado quitando durante siglos. Y así, en su defensa, critican unas normas de ocupación del dominio público marítimo?terrestre que Europa impone, obligada por el cambio climático que tantos cortoplacistas y terraplanistas todavía niegan. En todo el continente se han implantado nuevas normas tanto más restrictivas cuanto más próximas a la orilla, en las que la prohibición de construir en la franja de 100 metros no se discute; más allá de las excepciones por ciertas actividades, similares a las que se pretenden con el Real Decreto español recién aprobado.
Muchos creemos que las Administraciones, cuanto más cerca estén del ciudadano, más conocimiento tienen para mejorar la gestión de su territorio. Así se comprende que la Xunta de Galicia reclame las competencias de gestión de la zona marítimo-terrestre, al igual que hace años lo hicieran otras autonomías. Pero lo chocante para quienes vemos pasar los días, es que, lo que ahora nuestros mandatarios consideran un hecho anómalo, es lo mismo que estuvieron consintiendo en todos los años, haciendo oídos sordos a la oposición que les urgía la necesidad de reformar el Estatuto de Autonomía para tener mayores competencias. Pero entonces, con mayorías absolutas en Galicia y en España, al parecer no tocaba.
Pero, ¡uhm!, en cierto modo, dado el clásico compadreo del ti vai facendo de la cercana Administración gallega, es posible que, estando las normas en manos de algunas mentes tan poco concienciadas con los aspectos de protección del litoral, del cambio climático y del feísmo urbano, tal vez sea mejor la gobernanza a distancia. Como botón de muestra, sirva la desfeita urbanística de nuestras costas, a pesar de contar con competencias exclusivas estatutarias en ordenación del territorio y del litoral. Por poner otro ejemplo: ¿se imaginan qué diría el sector que se considera afectado por el Real Decreto recientemente aprobado, si en su normativa contemplase la obligatoriedad de dejar espacios salvajes, sin urbanizar, entre lo urbano y la orilla mar urbanizable, en forma de zonas arboladas, zonas agrícolas o campos de golf?
Pues así, tal cual, lo contempla la normativa francesa actual.