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Después de 38 días dado por muerto, Rusty se alzó en un callejón y caminó hasta la 43 con Lexington Avenue. Abrió las puertas del Majestic y se lio a tiros con todo el mundo con su Thompson calibre veintidós de cuello largo. Se cargó a todo el mundo menos al único que merecía ser perdonado: el camarero. Pidió un Jameson sin hielo y puso cincuenta dólares encima de la mesa: «Dile a Santoro que me devuelva lo que es mío».
Porque Amy era suya. Y él de ella. Todo el mundo lo sabía. Santoro también. Pero Santoro tenía la costumbre de coger lo que quería. Siempre. Todo tenía un precio, decía, tarde o temprano. Aunque, si no podía comprarlo, mandaría una cuadrilla de sicarios armados hasta los dientes a que entraran de noche a por la vida de Rusty y le trajeran sus tripas envueltas entre hojas del New York Times y a Amy en la parte de atrás de un Chevrolet.
Era difícil matar a un irlandés. Más difícil aún era matar a un McDonovan. A su tío Kendall una vaca le había caído encima desde el tejado y había salido de allí andando por su propio pie, hasta el bar, claro, ¿adónde si no? Y a Alana, la pequeña Alana, que era prima suya por parte de madre, la había atravesado un rayo dos veces. El mismo día. Y seguía siendo pelirroja. Así que cuando Rusty abrió los ojos y empezó a meterse el dedo en todos aquellos agujeros que antes de irse a la cama no estaban allí, pensó que tenía mucha suerte de seguir vivo.
Hasta que se dio la vuelta en la cama y descubrió que en el sitio de Amy ya no había nadie. Miró su daga en el fragor oscuro.