Arriba, abajo. Mis columpios de referencia siempre han sido lo que estaban detrás del antiguo cuartel de la Guardia Civil, cerca del Galaxia. Recuerdo el fuerte olor a hierro de las cadenas y los golpes en la rodilla y el óxido y el llenarse de barro, hojas y esguinces… En aquellos columpios se moldeaban niños elásticos con puntos en la cabeza y adolescentes con historias de amor irrepetibles.
Arriba, abajo. Cuando voy a una ciudad nueva siempre me fijo en los columpios, forjadores de carácter y cicatrices. A día de hoy ya casi no hay hierro, casi todo es plástico; el suelo ya no es de piedras y lodo, sino de corcho; hay colores vivos, topes de seguridad, airbag, pastillas contra el vértigo, niños de porcelana. Ya nadie sueña con romper los 180 grados en columpiadas de entrar en órbita, ni en saltar del columpio en marcha para aprender todo lo que hay que saber sobre la energía centrífuga y toparse, roto, contra el suelo.
Arriba, abajo. Así el columpio viene y va, como el principio y el fin de la vida. Como los ahorcados. Como las anclas. Arriba, abajo. ¿Qué pasará con los niños que no se han mecido hablando del gol de Zidane? ¿Qué pasará con nosotros, dinosaurios de la Edad del Hierro, al bajar del columpio, cuando el vino y la Coca-cola ya estén mezclados y la chica se lleve los hielos en el corazón?.
¿Quedan en esta Ribeira atlántica columpios para niños de cien kilos que aún tienen en un walkman cintas de Marea, vendiendo tumbos, sin rumbo, coraje, ni prisa, vertiendo minutos de arena y haciendo sendero al caer…?. Arriba y abajo. Sobre todo, abajo.