Paquito, el bache y la jugada de Pelé

La Voz

BARBANZA

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12 mar 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Repica la campana en el soleado pero frío atardecer de febrero. Resuena el metal en el aire helado cuando la triste comitiva entra lentamente en las sombras del rústico templo, donde reina el perfume del incienso y el aroma de la cera. La voz del padre, el abuelo, el amigo se apagó en el arranque de la tarde anterior, cuando los mirtos reverdecían en silencio. A lo lejos, entre el ramaje del paraje que rodea la iglesia, se escucha el oscuro silbo de un mirlo asustado. En el camino del camposanto, un espino empieza a florecer bajo la dorada luz invernal. Bajo el redoblado eco del metal cayendo desde lo alto sobre las cabezas y los rostros de la comunidad de los seres finitos conducen los nietos el féretro del abuelo hacia el vetusto cementerio. Aún no brillan las estrellas sobre el mudo dolor de los hijos, que, junto con todos sus familiares y muchos vecinos, lo despiden ante la cripta donde el granito sueña con noches milenarias.

Y antes de retirarnos, escuchamos el lamento de la oropéndola entre los árboles. Y fue entonces cuando nosotros volvimos la vista para mirar hacia atrás. Y comenzamos a desenredar la madeja de la memoria. Y recordamos. Recordamos el día anteúltimo del año cuando los pájaros trazaban armoniosos vuelos sobre la pacífica calma de los campos de Runs y Teaño. En la modesta taberna preparan la mesa tras la llegada de los comensales. Rexóns, pan y oscuro vino esperan sobre el mantel. Y como paño de fondo: el fino murmullo del agua que viene desde el fondo, desde el cauce del río. Alimentos consagrados para el venerable abuelo, el padre y el amigo, que mira con ojos de un azulado luminoso, rememorando las dulces, pero también espinosas sendas una y otra vez recorridas, vivencias de una mocedad y adultez que ahora, regadas con la negritud del vino, resplandecen en el crepúsculo de su existencia, y que por un instante toman la forma de relatos, uno de los cuales rememoramos aquí.

Con solemnidad y reverencia a sus muchos años escuchamos todos los allí presentes. Entre bocado y bocado, entre trago y trago, cuenta el hombre, el honorable anciano, anécdotas de las andanzas con sus compañeros de las partidas de naipes que jugaban en el Mavi, el moderno bar que Pelé había abierto en la entrada de Cabo de Cruz, y que también formaba parte de una cuadrilla que no paraba de gastarse bromas divertidas, pero a veces también de mucho calado. El propietario del establecimiento llevaba varios días solicitando a su amigo y alcalde Paquito que enviase operarios del Ayuntamiento a rellenar el bache que los automóviles había abierto en el asfalto de la carretera delante de su local y que cuando llovía se llenaba de agua y al pasar los coches salpicaban a los viandantes y a los clientes que se detenían delante. Como había confianza y amistad y las chanzas que se gastaban entre ellos eran habituales, Paquito se hacía el sordo, el distraído. Dejaba fluir el asunto, como si nada ocurriera.

Pero un domingo, cuando con tanta lluvia el hoyo se había convertido en una charca, sobre la hora a la que Paquito acostumbraba a acudir al bar para la partida, Pelé cogió una silla, se sentó en la acera con una caña de la que pendía una tanza que se hundía en el agua turbia del bache, como si estuviese pescando. Se iluminó la cara del anciano con una sonrisa pícara y limpia, y dijo: «Recoñecín que a xogada era moi enxeñosa. E pensei: o moi pillabán desta volta gañoume a partida e agora si que lle teño que empichar a dichosa fochanca da carreteira. Como así ordei que se fixera». ¡Qué la tierra te sea leve, querido compañero!