¿Y si le prendemos fuego a todos los libros de autoayuda? Y, de paso, a sus autores. Quizá sea mejor aceptar qué eres y dónde estás. Cuando en la universidad hablábamos de escribir todos queríamos ser un clásico de la literatura, no simplemente escritores. Un tótem, un estilo, genios... Ese anhelo desbocado hizo que los que más se empeñaban en ser clásicos no llegaran ni siquiera a ser escritores.
Porque escribir supone concederle todo a la normalidad, pasar muchas horas sentado en una silla y un poco de suerte. Nada brillante o glamuroso. Leer mucho, borrar el doble y fracasar el triple. Porque para ganar concursos literarios lo mejor que puede hacer uno es perder muchos concursos literarios. Estas cosas te las enseña el tiempo.
Yo llevo 25 años intentado dejar de ser gilipollas, pero soy tenaz en mi gilipollez, y esta me devuelve un vértigo que hace que cada vez que escribo estas líneas me ilusione y me sienta como un niño a punto de hacer una travesura, como un borracho de un cuadro de Hopper.
No voy a ser un clásico. Solo me interesan las causas perdidas, el crimen más que el castigo, las ballenas blancas y aquella chica que decía que no le importaba si se me caía el pelo, Dalila se llamaba. Nunca me inspiró mucha confianza.
Me contaba una paciente ayer que, desde la pandemia, un tío se le había muerto y que tenía a su madre ingresada. Al despedirme de ella me salió un «venga, chao, a seguir bien». A seguir bien… Esto no le pasaba a Cervantes. Ya lo dije en otro párrafo. Llevo 25 años intentando dejar de ser el clásico gilipollas.