Dice el psicólogo canadiense Jordan Peterson que el momento más feliz de la vida no se vive in situ, sino a posteriori. Cuando dicho instante sucede uno no se da cuenta, y son necesarios el paso del tiempo y el barniz de la memoria como enzimas que catalicen tal sentimiento. Siempre he sospechado que los psicólogos están un poco locos, y los canadienses más, así que intentaré discrepar.
Este pasado 6 de enero, día de Reyes, estaba con mi hija, para entretenerla un poco quise ofrecerle dos juguetes, uno en cada mano, para ver cuál prefería. Uno era un conejo de peluche al que llamamos Chavellas y el otro un elefantito al que llamamos Donald Trumpo. Un bebé de cuatro meses todavía no sabe que la vida está llena de decisiones duras, pero como piensan todos los padres de su bebé: el mío sí, que es un genio.
Sofía, mi pequeña, no eligió ni a Chavellas ni a Trumpo. Echó sus manitas, no hacia mis manos, sino hacia mi cara. Entre ellos, me había elegido a mí, y yo, que no me consideraba ni elegible, la cogí en brazos. Teníamos puesto un hilo musical y justo comenzó a sonar Qué bonito, de Rosario Flores. En mi casa la familia Flores es una referencia. Y ahí me vi yo, con mi hija en los brazos. «Qué bonito cuando te veo ¡ay! Qué bonito cuando te siento. Qué bonito pensar que estás aquí, junto a mí».
Bailando abrazado a mi hija, en el día del cumpleaños de mi abuela Oliva, acordándome de ella supe de inmediato que, en la esencia cíclica del tiempo, estaba viviendo el momento más feliz de mi historia. Luego la vida siguió, pero yo me quedé un poco allí.