
Llanto por la sanidad gallega. Eran las cinco en punto de la tarde. Tras tres meses de espera para ser atendida por el especialista, después del peregrinaje previo por diferentes profesionales de la sanidad privada, después de haber aportado todas las pruebas y resultados de las mismas, después de presentar reclamaciones ante la tardanza de una prueba preferente ¡al fin estaba en la sala de espera del hospital comarcal!
Pero cuando el facultativo me deriva a otros dos especialistas y en el mostrador de citas ponen cara de póker al preguntarles si tendré mucho tiempo de espera, me pregunto qué estamos haciendo mal en la sanidad pública gallega. ¿Por qué consentimos que un servicio que es básico para una aceptable calidad de vida se deteriore tanto? Quizás porque no somos tan listos como creemos, tan comprometidos y preocupados con el interés general como presumimos y, salvo cuando nos aprietan lar tuercas, tan activistas como debiéramos. Y si tenemos en cuenta el nivel que mostramos en una sala de espera hospitalaria, el margen para la esperanza es mínimo.
Hay cinco mujeres, un hombre y una pareja. Dos mantienen una conversación que aunque estuviesen a cincuenta metros, los oiría.
En el cuarto de hora que espero han sonado cuatro estridentes melodías de llamada, con su comprobación de pantalla y contestación después. Me pongo al día de las desventuras de una madre con su hijo, de una receta para conservar mejillones en escabeche y de los planes de una paciente para Semana Santa. Si no respetamos un mínimo a las demás personas, ¿qué podemos exigir a las Administraciones?