
Pueden pasar meses e incluso años esperando por una consulta hospitalaria que parece que alguien ha dejado olvidada en un cajón y nunca más va a llegar. Un día, cuando ya se ha perdido cualquier esperanza, recibes por sorpresa una notificación en el móvil anunciando que por fin el especialista podrá atenderte, aunque para aquella lo más probable es que el dolor que padecías haya desaparecido, se haya cronificado, o que hubieras tenido que recurrir a la sanidad privada para poder curarlo.
Acudes a la cita con veinte minutos de antelación y lo primero que te sorprende es comprobar que solo haya otros tres o cuatro pacientes más en la sala de espera, y que probablemente ni siquiera vayan al mismo facultativo. Sin apenas tiempo para sentarte —y cuando aún no ha llegado la hora de tu consulta—, suena el pitido en la pantalla y aparece tu número.
«No cierre la puerta y no hace falta que se siente. Dígame que le pasa», indica rápidamente el especialista, que apenas te mira a la cara porque está repasando tu informe y radiografías en el ordenador. Tras un minuto en el que le resumes tu dolencia a toda velocidad, pasas a la camilla. En otro minuto, del que la mitad lo has perdido en desvestirte, ya te ha revisado para decirte que el dolor que tienes no es nada grave, que tomes un tratamiento durante tres meses y que adiós.
Ni cinco minutos has estado dentro de la consulta —con la puerta abierta—, por no decir que ni siquiera había llegado la hora a la que tenías fijada tu cita. Con esta rapidez en la atención, ¿cómo es posible que haya listas de espera de meses y años? Que alguien me lo explique.