
Me hallaba un jueves en la biblioteca de Ribeira mientras leía en el móvil las noticias. Todo va mal; culpa de los políticos y los bancos y el reguetón… Estaba enfadándome, como haría cualquier persona normal que lea la actualidad. Se me acercó un señor y me dijo, con La Voz de Galicia en mano: «Estoy leyéndote, me suele gustar lo que escribes». Y se me pasó el enfado. Gracias. Oye, gracias.
Sentí agradecimiento. Lo sentí mientras me daba cuenta de que, en ese mismo momento, algún político estaba haciendo las cosas bien, algún banco daba un préstamo con intereses razonables y hasta algún reguetonero intentaba afinar. En la dimensión normal de las cosas, que es discreta y eficaz, el mundo sigue girando. Aplicar el zum en los males de nuestro tiempo nos embota, convertimos en absoluto lo que es una excepción y parece que no hay bien ni moral, solo catástrofe y caos.
El pequeño acto de cortesía de un señor es uno de los remedios más sencillos para este tipo de fenómeno. Es la lógica del colibrí: un diminuto acto amable, atender lo cotidiano y rescatar las bondades del día. Construir sin ruido, con la eficacia de una vecindad normal. Se trata de no ser víctimas de la estadística, de no resignarnos a las estocadas de la macroeconomía. Rompe la cadena del odio, de la radicalización y las cámaras de eco. Los niños siguen comiendo bocatas envueltos en un papel de aluminio que luego usan de balón. Hay gestos que no van a salvar el mundo, pero quizá sí retrasar su desmoronamiento. Me han dado las gracias, no pasó nada importante. O quizá sí. Qué sé yo.