La semana pasada Ribeira amaneció con la triste noticia del fallecimiento de Miguel Ruiz. Miguel y yo no éramos amigos, nos conocíamos de vista, de la peatonal, del pueblo. No sé quién de los dos empezó a saludar al otro y, simplemente, continuamos haciéndolo. Me parecía buena gente y la tristeza que vi en muchas personas de distinto pelaje, condición y carácter me lo confirmó. Lo despidieron con solemnidad y afecto.
Ribeira es un público exigente, como el Bernabéu, los consensos son difíciles y las muestras de cariño suelen ser frugales. No con Miguel, que se ganó el corazón del campo con brío de centauro. Su muerte es un duro golpe para la Centenaria y nos deja un suspiro para reflexionar sobre qué nos une como comunidad: el respeto que sentíamos por Miguel trasciende cualquier diferencia o ideología.
Quizá en este momento en el que parece que todo va a saltar por los aires, la ausencia de Miguel nos recuerde que la vida es demasiado preciosa para ser diluida en trifulcas. Somos ribeirenses, nos saludamos en la peatonal, tenemos buen humor y también vamos por el mundo acompañados de un sombrío fantasma que nos mete la mano en la garganta. Somos frágiles a veces, estúpidos otras.
En noviembre ponemos velas a nuestros difuntos, levantamos castillos de arena en las mismas playas y, con el fermento de los años, hemos empezado a saludar a alguien simplemente porque compartimos un camino. Convendría no olvidarlo. Sí, ya sé que no somos hermanos, a lo mejor tampoco somos amigos. Pero somos más que vecinos, somos ribeirenses. Nos vemos, Miguel.