El domingo, como estaba previsto, regresamos a Segunda División. Apareció Messi, nos clavó tres goles y se acabó la película que se había montado Seedorf de que aún había esperanza y no sé qué más. Espero que el psiquiatra me recete algún día las mismas pastillas que toma este tipo, porque la sensación debe de ser gloriosa. Algunos deportivistas de última hora -de esos que se arrimaron a la tribuna cuando todo eran victorias y alegrías- se rasgan ahora las vestiduras, se cubren el rostro de ceniza e invocan a todos los santos del cielo como si la tierra se hubiese abierto bajo nuestros pies.
A estos deportivistas de aluvión, a estos chicos de morro fino que solo quieren trofeos en las vitrinas e ir el domingo por la tarde a aplaudir a sus estrellas, habrá que recordarles, como cantaban nuestros vecinos sureños Siniestro Total, quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.
Los que nacimos en 1971, por no ir más allá, no nos acordamos de que el equipo jugó en Tercera en 1974-75 porque éramos demasiado pequeños. Pero sí recordamos que en junio de 1991 dos goles de Stoja al Murcia nos enviaron, por primera vez en nuestra existencia, a Primera. Solo dos campañas después estuvimos a punto de ganar la Liga (el maldito penalti de Djukic, sí) y un año más tarde nos vengamos del Valencia conquistando el primero de nuestros seis títulos oficiales: la Copa del Rey de 1995.
Pero antes de todo eso, entre 1973 y 1991, algunos nos pasamos media vida en Segunda y aprendimos a lamernos las heridas con dignidad. Incluso vimos al Dépor en Segunda B, en la temporada 1980-81. Y no fuimos a arrojarnos al Atlántico desde la Rotonda. Porque ser del Dépor es ganar la Liga con Djalminha y Fran, sí, pero también resistir en Segunda con Jon Aspiazu -ahora segundo de Valverde en el Barça- repartiendo juego en el medio del campo y Arsenio, nuestro Arsenio de los malos y los buenos tiempos, inquieto en el banquillo.
Resulta difícil de explicar a los que se creen que la vida es buena, bonita y barata. Pero hubo un tiempo no tan lejano en que lo que se celebraba no era el Centenariazo (Glory Days), sino simplemente no bajar a Segunda B. La épica consistía en eso. Sucedió el 22 de mayo de 1988 y el Dépor, el inminente Superdépor, estaba al borde del abismo de caer a Segunda B. Jugábamos en Riazor contra el Santander. El gol no llegaba. Probablemente aquel descenso al infierno habría llevado al Deportivo a su extinción. Pero entonces, minuto 92, llegó Vicente y metió el famoso Gol de Vicente y el equipo se salvó. Y se celebró como si hubiésemos ganado la Liga que luego ganamos.
Porque ser del Dépor consiste justo en eso, en sufrir, subir y bajar, ganar y perder, pero siempre con clase, hay que recordar a algunos exquisitos quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Volveremos.