Imagínese usted que va al Museo del Prado y se sitúa delante del cuadro de las Meninas de Velázquez, pero lo encuentra diferente. La dirección ha decidido colocar la cartela, es decir, la ficha de datos del cuadro en la cara de la Infanta Margarita. Se armaría un escándalo, porque ese acto supondría una agresión y un añadido a la obra original del artista, una profanación de la pintura y una irresponsabilidad que delataría el mal gusto de la dirección.
Eso está sucediendo en Muxía con el sistema de señalización de sus obras o espacios singulares, ejecutados con ostentosas «esculturas minimalistas» o paralelepípedos de madera, colocados verticalmente con una placa de metal que nomencla el monumento.
La agresión visual y, por supuesto, estética, es de tal magnitud que la gente del pueblo, que siempre demuestra una exquisita sensibilidad ante estos hechos —desde luego muy por encima de la del desafortunado diseñador del proyecto— con razón se ha alborotado, especialmente ante el desaguisado del entorno de la Barca.
No sé si el diseñador de tales artefactos sabe que en ese espacio hierofánico que es la Barca hay dos santuarios: uno prehistórico, de origen neolítico, el de las piedras sagradas d'Abalar, dos Cadrís o del Timón y de los Enamorados, entre más, además de los litoglifos, referente santuarial único y aún vivo en la cultura etnográfica occidental. Y otro santuario, el mariano, dedicado a la Virgen de la Barca, iglesia barroca de principios del XVIII, que recuerda el proceso cristianizador tardío —posiblemente en el siglo VI, época de San Martín de Dumio—, del primer santuario prehistórico que dará el nombre a Muxía.
Cristianización difícil que exige crear allí una terra monxía (tierra de monjes, mongía) para traer al nuevo credo a los habitantes espiritualmente indómitos que practicaban sus ritos en el santuario de piedras. Pues bien, el diseñador de tales artefactos —un buen diseñador antes de una actuación hubiera estudiado la historia del lugar—, con una evidente falta de responsabilidad y de mal gusto, avala la profanación iniciada hace años (2002-2003) por A Ferida, de un infausto escultor, Alberto Buñuelos-Fournier, con su agresión y ruptura de escala de lo que, en escultura en la naturaleza, conocemos como site specific art.
He trabajado con algunos de los escultores que han definido el curso del arte y de la naturaleza en el circuito mundial del arte, en el último medio siglo, casos de Giovanni Anselmo, Richard Long, Robert Morris, Ulrich Rückriem, Ian Hamilton Finlay, Jenny Holzer, entre otros, e incluso a Anselmo y a Long los traje al espacio de la Barca, en 1999, cuando hacía con ellos la Isla de Esculturas de Pontevedra.
Cuando los invité a una posible intervención en ese espacio, su respuesta fue contundente: actuar artísticamente aquí sería una profanación y una destrucción del sentido histórico del santuario que aún guarda los ecos milenarios de los antiguos cultos paganos. Un lugar que marca una identidad y el origen de Muxía, un referente del que el pueblo se siente orgulloso, porque sabemos que ahí está escrita nuestra historia, nuestra prehistoria y el gauguineano ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿adónde vamos?
Ruego desde esta reflexión textual al autor del desaguisado, a las instituciones que lo han avalado de manera tan irresponsable y al buen criterio del Concello —que sé que ha estado al margen de la desfeita y nunca aprobaría esta actuación— que tomen medidas urgentes para que el pueblo de Muxía pueda recuperar su identidad y alejar a los espíritus kitsch de los espacios poetizados por Rosalía, Lorca o López Abente.