En la sociedad actual, uno ha de tener mucha fuerza de voluntad para no sucumbir al constante entrar polos ollos y al constante crear de necesidades. Publicidad por los cuatro costados y un consumismo que se ha instalado con el acierto -para su beneficio- de tener el poder de llenar las horas vacías haciéndole a uno creer que la sensación de plenitud durará. ¡Qué va! ¡Es fugaz! Parece que, hoy, uno solo puede hacer cosas si tiene dinero y que en la playa no triunfará si se ha quedado con el bikini del año pasado y no con el bañador que se lleva ahora (¿han visto el que simula un pecho peludo? En fin!). Incluso parece que si a uno no le cobran no vale nada la pena y que hay que pagar más para tener la satisfacción de que lo que se ha hecho (o comido) ha sido bueno. Gratis, no parece igual. La cosa está bien montada y redes como Facebook te bombardean con anuncios similares a lo que has estado buscando, por si uno se ha quedado con ganas de más. El caso es que a veces es posible sucumbir y retirarse a destinos en los que, para disfrutarlos, no sirve de mucho el dinero. Por suerte. Más de veinte años han pasado desde aquella sensación de libertad que recuerdo de los primeros baños de verano en la playa de Laxe, cuando éramos niños tan pequeños que cogíamos agazapados entre las piernas de los que iban sentados atrás en el coche. Donde comen dos comen tres y donde caben cinco caben siete. Eran otros tiempos. Hoy sería impensable. Pocas sensaciones han sido así desde entonces, pero dos decenios más tarde he comprobado que lo que nunca se pierde ni nunca pasa de moda es la ilusión y libertad infantil. En Balarés corría este lunes una niña, sin nada encima, con la única meta de llenar un cubo de agua salada para lavarse las manos antes de tomar la merienda. En la misma agua -fría, para qué negarlo, aunque haya que hacerle creer que no del todo a quien viene de fuera-, una señora ya entrada en años hacía de tripas corazón y luchaba contra la temperatura, reseñándolo tan alto que hasta podían oírlo los demás: «Eu, estea como estea, métome». Bañarse en el mar frío de Balarés en una tarde de verano es de esas cosas que no cuestan dinero, pero valen y llenan la vida entera. Mucho más que el último bañador y el último vestido de moda. Nadie cobra tampoco por acercarse hasta el faro de Corme por esa serpenteante carretera -la vegetación está bastante crecida- que lo lleva a uno hasta O Roncudo para demostrarle que es inmensamente pequeño. De nada sirve el dinero donde nada se puede comprar. Entonces solo resta quedarse a solas con los propios fantasmas. Cierto es que, a veces, resulta menos fácil escucharlos a ellos que teclear el pin de la tarjeta. Pero vale la pena.