Cuando él llegó al poder, Richard Nixon todavía era un orgulloso inquilino de la Casa Blanca. Y Breznev lucía su alicatado de medallas en la Unión Soviética. Hace tiempo que Nixon y Breznev pertenecen al pasado. Pero Gadafi se empeña en ser presente. Y se traviste de futuro. Con un discurso final disfrazado de revolución y podrido de rabia. Prometiendo patria y muerte.
Los dictadores parasitan grandes palabras para engordar primero y justificarse después. Tierra, pueblo, resistencia, revolución... Alguno, también habla de Dios, vocablo masticado como un chicle a lo largo de los siglos. Se alimentan de la opresión interior y del cinismo y las conveniencias exteriores. Si tienen petróleo y cintura diplomática, Occidente siempre puede hacer la vista gorda con eso de los derechos humanos. Es un tirano, pero uno de los nuestros al fin y al cabo. Y así fue sobreviviendo el camaleón de Libia. Por eso Europa titubeó para cargar la masacre sobre las espaldas del sátrapa.
Gadafi y sus hijos atacan como fieras acorraladas.
Pero si al ciudadano lo bombardean, es por su bien, por el de todos. Porque es un traidor. Una rata. Pero ahora, cuando Gadafi habla, no se hace el silencio. Contestan mil voces en ese reino que es Internet. Vomita Al Yazira imágenes y gritos de la matanza.
Aquí, cuando la democracia tose porque se le atraganta la corrupción, porque padece la alergia de los disparates y las injusticias económicas, o porque se sobresalta con un crimen, todavía se escuchan rancios ecos de que «esto con Franco no pasaba». No es que no pasara. Es que no podía contarse. No se decía. Se callaba. Silencio. Por la patria.