La chalana de Sir Francis Drake

Antía Díaz Leal
Antía Díaz Leal CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

08 ago 2016 . Actualizado a las 14:14 h.

Contaba ayer mi compañero Luís Pousa que a veces subimos a pedestales de piedra a quienes hemos ahorcado en vida. En Inglaterra, donde nos llevan varios siglos de ventaja en cuanto a humor negro, son capaces de enterrar a alguien como un héroe, en medio de una abadía, para después profanar el cadáver, descuartizarlo y clavar la cabeza en una pica. La placa de Cronwell sigue en Westminster, como un chiste digno de La víbora negra o los Monty Phyton. El cadáver, sabe dios.

Cronwell fue enterrado como un rey y su cadáver destrozado como el de un asesino. El tío no entendería nada, claro, de las veleidades de sus exsúbditos. Algo parecido le pasaría a María Pita, subida en su pedestal de piedra, si después de mover las caderas con Carlinhos Brown se hubiese ido de fin de semana a Londres y se diese un paseo por el Támesis. Allí, en medio de esa orilla sur donde se cuecen todavía las cosas más divertidas, cerca de donde Shakespeare se convirtió en una leyenda, se esconde una réplica del barquito con el que el temible pirata Drake, Sir Francis para los ingleses, dio la vuelta al mundo. Barquito, sí, porque será una réplica, pero es a tamaño natural y una se pregunta cómo es posible que semejante miniatura pudiese cruzar el estrecho de Magallanes.

Qué me estás contando, diría doña María Mayor Fernández de Cámara y Pita, tantos años repitiendo lanza en mano desde la plaza, «quen teña honra que me siga», y a menos de 1.500 kilómetros al pirata lo hacen Sir y le montan un mini parque temático con su galeón, su visita guiada y su tienda de recuerdos. Y su pub, claro. Doña María pediría una pinta, o tal vez no, para no dar beneficio al temible corsario y a la pérfida Albión. Pero sentada en la orilla del río que condujo al pirata hasta la costa coruñesa, no podría evitar pensar en lo frágil que es la memoria y en lo grandes que nos parecen nuestras propias hazañas cuando las recordamos. El tal Drake parecía más feroz en las crónicas locales, y sus ojos inyectados en sangre, y no tenía pata de palo porque aún no habíamos leído La isla del tesoro ni sabíamos cómo era un pirata de verdad. Y sus barcos. Ay, sus barcos. En el cuento parecían inmensos navíos, armada hasta los dientes la tripulación que intentaba hacerse con la ciudad hace quinientos años... y hoy el filtro de la historia y la máquina del tiempo nos devuelve un pequeño galeón con una cierva dorada, tan inofensivo, tan bonito. Tan de caballero y tan poco de pirata.

Lo que hay que ver, diría la doña. A saber si en la ruta guiada al barquito pirata la citan a una, que estos seguro que no saben de mí, y yo aquí subida, sin soltar la lanza, con honra y sin título.