Haciendo el panoli en la discoteca C'assely

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

PINTOR JOAQUÍN VAAMONDE CON LO QUE ERA LA DISCOTECA C'ASSELY AL FONDO
PINTOR JOAQUÍN VAAMONDE CON LO QUE ERA LA DISCOTECA C'ASSELY AL FONDO MARCOS MÍGUEZ

15 dic 2017 . Actualizado a las 11:04 h.

Hoy es la calle gris de la eterna promesa de peatonalización. Hace unos pocos años no inspiraba más que afters desmadrados. Pero para muchos de nosotros será siempre la calle de C’assely. De hecho, tuvo que pasar el tiempo para que conociésemos su nombre real: Pintor Joaquín Vaamonde. Se trata del vial emparedado entre la calle Juan Flórez y la plaza de Vigo. Muchos de los que vivieron su adolescencia a finales de los ochenta sonríen si pasan por allí. Quizá yendo a El Uniforme a por la ropa de sus hijos.

Corría 1989. Cada fin de semana hervía allí la juventud. Vespinos. Lacostes. Oseas. Y chulería. Empujado por los chavales de la calle, acudí como una mosca a la luz de aquella discoteca. Debutaba en esa modalidad de ocio. Existía mucho mito alrededor. En la puerta se colocaban dos tipos («son los relaciones»). Decidían si podías entrar o no. A veces se montaban peleas con los rechazados. En teoría el acceso de menores de 16 estaba prohibido, pero en la práctica lo cierto es que pocos, muy pocos, superaban esa edad. En el bolsillo, fotocopias del DNI (con la fecha de nacimiento falsificada) por si había que sacarlo. Por cierto, yo tenía 14 años recién cumplidos.

Pues lo dicho. Me puse los únicos Levi’s 501 que tenía, unos zapatos Pielsa sin calcetines y una camiseta negra de U2. No era el look más adecuado, pero tenía un pase. «Así no creo que haya problema. Mejor sin calcetines, que con calceto blanco no entras fijo», me decía uno con experiencia. Llegué al sitio. Un quinqui nos quiso dar el palo. Canguelo. «No tenemos nada». Nos dejó. ¡Buff! Me puse en la cola. Cuando iba acercándome el corazón me palpitaba a toda velocidad. Ya había pensado lo que iba a hacer si me dejaban fuera. El tipo de la puerta me miró. Pasé. Respiré.

Dentro, experimenté una mezcla entre expectación y decepción. ¿Tanta cosa para esto? El local era pequeño. Di una vuelta a la pista. Y otra. Y otra. Buscaba la gracia sin éxito. A la quinta o sexta vi que la cosa no daba más de sí. Mientras, los altavoces disparaban canciones de Hombres G, Duncan Dhu y el Batman de Prince. Entonces arrasaba. En la barra se dispensaban brebajes como el cristal. Si no recuerdo mal se servía en un vaso de tubo con (¡agárrense!) un tercio de vodka, un tercio de ron y un tercio de Licor 43. Desde la barra vi un rincón curioso donde -permítanme el lenguaje ochentero- las parejas morreaban entre montañas de plumíferos.

Recuerdo que en algún momento sonaron los Ramones. ¡Uau! También Los Flechazos con El Surf de la Botella. Molaba más. Y, ya un poco más integrado, que terminé bailando en plan cancán entrelazado con más gente a Los Inhumanos. En teoría, aquello era la repera. Pero salvando la euforia momentánea, uno no dejó de sentirse ni un solo segundo como un panoli.