La teoría maltusiana encogió los corazones con una especie de hecatombe universal a la que el mundo estaba abocada. De momento, no se ha cumplido. Los seres humanos no hemos parado de procrear y cada vez somos más, aunque no distribuidos uniformemente. Aunque la profecía tendrá que esperar, la demografía sigue siendo una variable fundamental para entender la economía presente y futura.
El análisis de este tipo de cuestiones suele realizarse con una perspectiva macroeconómica y abordarse para explicar la sostenibilidad del actual sistema de pensiones. Solemos centrarnos en las consecuencias, económicas o no, del envejecimiento de la población en nuestras sociedades desarrolladas. Debido a ello, y muchas veces sin querer, partimos de que algo es un problema y nos centramos en buscarle una solución. En este caso, incrementar la natalidad.
La cuestión demográfica afecta directamente a los municipios. Sin embargo, suelen verse más como espectadores que como actores. O no disponen de recursos o sus competencias no les permiten el poder intervenir con eficacia. Pero quizá es solo una cuestión de perspectiva. Si abordamos este tema con un enfoque de política económica es evidente que no podremos dar más que un par de pasitos antes de quedarnos totalmente agotados y sin posibilidad de dar respuestas razonables. No estaremos escogiendo el método adecuado de análisis.
¿Qué consecuencias tiene para un municipio su estructura poblacional? Si partimos de que el objetivo básico para un ciudadano es tener una vida agradable, el envejecimiento o la pérdida de población no tendría por qué ser inicialmente algo catastrófico. Aunque sea muy obvio, primero definamos para qué queremos tener más población o que su pirámide tenga una forma determinada. Analicemos si es más deseable importar población o promocionar la natalidad autóctona. Y después de preguntarnos qué granito de arena podemos poner con nuestros recursos, ¿habrá que empezar a pensar seriamente en aunar voluntades para aumentar el tamaño de los municipios?