Hemos evolucionado tanto en nuestra decidida ruta a la nada que uno casi tiene que pedir disculpas por admitir que le gusta la Navidad. Si sueltas que, hombre, tampoco está tan mal esta tregua de dos semanas que los occidentales nos concedemos para descansar de nuestras rencillas y nuestros agravios, desde las filas de los intensitos militantes y los ofendiditos de guardia te replican que, claro, será porque eres un hipocritilla consumista al que se la suda la huella de carbono del alumbrado navideño y al que ni siquiera le quita el sueño que la niña Greta, coitadiña, llore por las noches en su catamarán.
Los odiadores de la Navidad se creen que son ultramodernos. Ignoran que esa aversión es más antigua que las pedreas de Doña Manolita. El primero que renegó de la Navidad —de verdad, no de boquilla— fue Herodes, que se puso muy nervioso al saber por los Magos de Oriente que había nacido un niño al que los judíos adoraban como rey. A Herodes, como a todos los mediocres que llegan por meritocracia inversa a lo alto del escalafón, le daban pánico el talento y la libre competencia, así que, para despejar dudas, ordenó ejecutar a todos los recién nacidos.
A eso lo llamo yo detestar la Navidad. Solo un cutre imitador de Herodes —un Herodes que tenga tanto de Herodes como tienen de Elvis esos Elvis casamenteros que se multiplican en los moteles de Las Vegas— se molestaría en aborrecer nimiedades como las cenas de empresa, los atascos en Marineda, la cola del Zara de la calle Compostela o la inflación del kilo de camarones en la plaza de Lugo.
Me divierte provocar a estos Scrooge de centro comercial explicándoles que a mí, aunque solo sea por llevar la contraria, me encantan estas fiestas. Adoro el solsticio de invierno. Alucino con los villancicos, desde el camino que lleva a Belén al tamborilero de Raphael hasta las versiones punk que los niños hacen en el cole de las denostadas panxoliñas. Me gustan las guirnaldas, las postales que ya nadie envía, los abetos de plástico, los nacimientos, las luces, las centollas con albariño, la cabalgata de Reyes justo cuando entra a María Pita por Puerta Real, los jerséis horteras, las sonrisas de los amigos que vuelven a la ciudad y el barullo de las familias que se empeñan en soportarse y ser felices a su manera, a pesar de que la existencia es ese pasajero que viaja al fondo del bus y, de tanto en tanto, se levanta de su asiento y viene hacia ti dispuesto a ofrecerte una formidable ración de hostias.
Y, sobre todo, me desarma la felicidad que adivino en los ojos de esos locos bajitos que no dejan nunca de joder con la pelota y que, justo antes de que la vida se ponga a desquerer cosas, lo aman todo sin entender absolutamente nada.