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El silencio se ha roto de golpe, primero con las risas de los niños y sus voces, y después con el sonido de las verjas
06 may 2020 . Actualizado a las 05:00 h.Cuando tu horario de trabajo te obliga a salir de casa antes de las 6 de la mañana, disfrutas de un silencio que apenas se repite a otras horas. Es una sensación extraña pisar la calle desierta, escuchar el rumor de los árboles del parquecillo, oír a lo lejos el ruido de un motor... Hay una punzada de temor ante tanta calma, como si se escondiese una amenaza. Pero la mayoría de los días, ese silencio ayuda a empezar al día con cierta concentración.
Acostumbrada a esa ausencia de vida, que en estos dos meses ese breve momento de silencio se haya extendido durante el resto del día se hace más extraño todavía. No es que nos hayamos pasado este tiempo de confinamiento como monjes con voto de silencio, pero nos asomábamos a la terraza en cualquier momento del día y nos podíamos encontrar sin un solo sonido, más allá de algún pájaro, de algún ruido lejano. Y poco más. El silencio se ha roto de golpe, primero con las risas de los niños y sus voces y sus llantos y los timbres de sus bicicletas a pedales. Y los padres pidiendo a gritos que no corran, no se alejen, no se acerquen a los demás, ¡no toques el banco!... y después con esa mezcla de voces de todas las edades que llegaron el sábado y ya no nos han abandonado. Voces que cumplen con sus franjas horarias y voces discordantes, pero esa no es la cuestión hoy. Luego ha llegado el sonido de las verjas de las tiendas que se han levantado esta semana, y que el sábado sonaban a limpieza para tener todo preparado para el lunes, cierto ajetreo detrás de los escaparates. La calle vuelve a sonar a calle, aunque el volumen haya bajado, y en este tsunami emocional provocado por el coronavirus, estos cambios tienen algo inquietante. No hagáis ruido, no vaya a ser que entre todos despertemos al bicho, parece decirme una vocecita detrás de la oreja. En momentos de tensión, el silencio es una válvula de escape. Por eso es tan sano, estos días, repartirse el espacio en casa para que cada uno pueda disfrutar un tiempo escuchando solo los ruidos de su propia cabeza, o los que le apetezca, pero no los de los demás. Es la misma sensación que provoca volver tarde después de un día muy largo, y cerrar la puerta y dejar atrás todo el ruido del día. Tal vez se nos había olvidado lo bien que suena a veces el silencio, cuando no es obligado, cuando nos ayuda a pensar mejor o a no pensar en nada.
Esta semana, de golpe, ha vuelto a sorprenderme la calma a las 6 de la mañana, como si en apenas cuatro días se me hubiese acostumbrado la cabeza al jaleo, por poco que sea. No sonaba ni el viento, solo el silencio de la ciudad que dormía. El ruido está regresando, afortunadamente, y vuelvo a valorar el saludo silencioso de la ciudad como se merece.