
La película se estrenó en la ciudad con 12 años de retraso por culpa de la censura. Pero cuando el Teatro Colón consiguió los derechos de exhibición el impacto cultural fue inmenso
08 mar 2025 . Actualizado a las 05:00 h.Tendría usted que tener unos cuantos inviernos para recordar la temporada en la que el Teatro Colón hizo una fortuna gracias a Clark Gable y Vivien Leigh. Era el año 1951. El mundo entero se sabía casi de memoria los diálogos más icónicos de Lo que el viento se llevó. El «a Dios pongo por testigo», el «sinceramente querida, me importa un bledo»... Pero, ¿El mundo entero? Pues no. Había una aldea gala. España. La España de Franco, concretamente, que veía en Escarlata O’Hara un despendole y una frivolidad intolerables e incompatibles con la doctrina del catolicismo nacional.
Así que, más de una década después, estábamos casi solos en Occidente. Atlanta seguía siendo para nosotros un gran desconocido. Y así permaneció hasta que el régimen empezó a hacerle ojitos a Washington para no ser un paria en un mundo donde ya no se llevaba lo del saludito romano. En 1950, 11 años después del estreno estadounidense, llegaba la película a los cines de Madrid. Los coruñeses tuvieron que esperar aún un año más. En 1951 consiguió el Teatro Colón en exclusiva los derechos de exhibición.
Había que tener la cabeza enterrada en la tierra como un avestruz para no enterarse. La sala comenzó una campaña anunciando a bombo y platillo que ellos y solo ellos y no otros proyectarían a partir del 21 de septiembre para la ciudad entera (y hasta para sus alrededores) los desamores sureños inventados sobre el papel en 1936 por Margaret Mitchell. Fue instrumental para el despliegue de la Colón, tal y como demuestran las hemerotecas, La Voz de Galicia. Durante aquellos meses, día tras día, aparecieron carteles de grandes dimensiones en las páginas de publicidad. Algunos son piezas de artesanía. Ilustraciones evocando personajes o momentos de la cinta, acompañados de mensajes grandilocuentes. El evento del siglo. Del milenio. De la existencia de la humanidad. «Esta película no será exhibida en ningún otro local de La Coruña durante la presente temporada», advertían. El estado de Georgia, con sus plantaciones de algodón, sus soldados de uniforme gris y sus esclavos, tenía dueño. Al menos en esta esquinita del mundo.

Toda España flipó con aquel gigantesco y poderosísimo melodrama que nos habían tenido escondido debajo de la alfombra. Pero A Coruña fue uno de los lugares más estpefactos. Más boquiabiertos. Lleno tras lleno tras lleno. La butaca vacía pasó a ser en el Colón un animal mitológico. Una cosa de otro tiempo. Había más gente agolpada frente a las taquillas que asientos disponibles. Fue un furor. Una fiebre. Tan presente estaban los pintorescos personajes de la fábula impresos en el cerebro colectivo coruñés, que hasta el empresariado oriundo trató de subirse al carro. «Lo que el viento no se pudo llevar», rezaba aquel año el eslogan de una marca local de peluquines supuestamente fiabilísimos.
A pesar de que los más revirados del búnker vieron este estreno como poco menos que una genuflexión ante el imperio yanqui, la historia no era, en realidad, tan misteriosa para buena parte del público. En su día ya se habían ofrecido aquí versiones teatrales —una de ellas, en Madrid, dirigida por Cayetano Luca de Tena—, y hacía años que existían ediciones en castellano de la novela original.
No empujen, no empujen
Estuvo muy cerca de descontrolarse el público. Todo el mundo quería un pedacito de Rhett Butler y Escarlata O’Hara. Daba igual que la duración del programa fuera de «aproximadamente 4 horas y 15 minutos». Se agolpaba en las taquillas media ciudad. Se podían reservar localidades con hasta seis días de antelación —¡Y sin recargo!, presumía la Colón—. A pesar de que a todo negocio le gusta hacer caja, para evitar morir de éxito puso el local en La Voz un aviso telegráfico. Sin florituras, para dar a la clientela mayor apariencia de seriedad. «Contestando a sus preguntas...», se leía en el encabezado. Lo que seguía era una retahíla de advertencias, aclaraciones y hasta alguna sacada de pecho —el ya conocido «Esta película no será exhibida en ningún otro local de La Coruña durante la presente temporada»—.
Se ofrecían dos pases. Uno de tarde, a las 17.15 horas, y uno de noche, a las 22.00. Esta segunda sesión era para valientes, pues el que entraba no salía hasta pasadas las dos de la madrugada. Las calles estaban espolvoreadas de noctámbulos de melodrama.