«Fue la aberración más grande de la historia de España. Salid todas, llegaremos al final cueste lo que cueste»
A CORUÑA

Mujeres víctimas de los reformatorios franquistas denuncian en A Coruña robo de niños, suicidios y crímenes de lesa humanidad promovidos por el régimen y todavía por investigar y reparar
08 oct 2025 . Actualizado a las 09:48 h.«Decenas de miles de mujeres pasaron años encerradas en reformatorios, víctimas de un sometimiento extremo y una crueldad brutal sin la más mínima compasión. Suicidios, robos de niños, crímenes de lesa humanidad... Fue la aberración más grande de la historia de España. Salid todas, porque os vamos a apoyar; llegaremos hasta el final, cueste lo que cueste», alentó ayer Consuelo García del Cid en la Casa Museo Casares Quiroga de A Coruña, donde cuatro señoras a las que les destrozó la vida el franquista Patronato de Protección a la Mujer, una institución infernal presidida por la esposa del dictador, contaron su historia en una sala abarrotada y sobrecogida.
«Esto no se cura, vives con esta marca y ya está», advirtió García del Cid, escritora y entonces una niña bien de Barcelona, «de familia muy de derechas y muy pija», que fue drogada y trasladada a Madrid en 24 horas para ingresar en un reformatorio de las Adoratrices, orden religiosa galardonada con el Premio Derechos Humanos Rey de España en el 2015.
Había descubierto la resistencia antifascista, la pena de muerte a Puig Antich, la multicopista en el piso de unos amigos en la que imprimían panfletos para bombardear las ramblas desde un Seat 600 con una lluvia de papel en la que se leía «Franco, cabrón, trabaja de peón». Había cambiado el nido de abeja por las camperas, los vestidos hippies y el pachuli, «un perfume de puta».
Consuelo no sabía lo que era autolesionarse hasta que entró en el reformatorio. «Era tal el sufrimiento que las chicas se cortaban las venas porque no lo podían soportar. Yo entré en el lavabo y empecé a golpearme los huesos de los pómulos porque sabía que al día siguiente iba a tener la cara negra. Dio igual. Ninguna monja me dijo nada. Yo no estaba en el Patronato. Yo era de pago, me había enviado mi familia por rebelde. Por eso éramos las peor tratadas, porque lo teníamos todo y nos habíamos torcido. Las de pago estábamos politizadas. Había otras a las que nunca nadie les había dado un abrazo», narra.
El 2 de abril de 1976 logró escapar. Volvieron a encerrarla, pero en un centro peor, el reformatorio de Ávila. «Directamente Dickens», ilustra. Entró en huelga de hambre, se quedó en 35 kilos y volvió a fugarse. A los pocos meses, ya en un correccional de Barcelona, consiguió salir. A las compañeras que quedaron dentro les prometió sacar a la luz el horror. Lleva 15 años en ello.
«Un morreo, la pérdida de la virginidad, llevar minifalda, bailar agarrado, desobedecer a la familia, suspender, ser huérfana, estar tutelada por Menores», cualquier mínimo desvío podía conducir al encierro. El sistema se nutría de las «guardianas de la moral», vigilantes invisibles que apenas tenían que cumplir dos requisitos para aprobar las oposiciones de Justicia y pasar a la acción: ser afines al régimen y exhibir una moral intachable.
Su función era batir las zonas sospechosas, piscinas, playas, bailes y jardines, en busca de jovencitas descarriadas o en peligro de corrupción. «Las detenían, las esposaban y las trasladaban al COC (centro de observación y clasificación), donde pasaban una semana en una celda y eran sometidas a un examen ginecológico para determinar si eran vírgenes o no, completas o no. Había dos sellos: completas o incompletas. Esa circunstancia era determinante para decidir en qué reformatorio iban a ingresar, de acuerdo con la escala del Patronato», explica Consuelo García.
«Yo podría haber sido una abogada importante, pero tuve cinco hijos y una vida de perros. Ni olvido ni perdono. Esta gente no merece el perdón», concluyó Paca Blanco, hija de un ebanista rojo condenado a muerte al que le conmutaron la pena «porque había que reparar Madrid», lectora adolescente de Marx y conducida por seis mujeres de su familia a la misma organización perversa que el resto.
Brava, alegre y combativa, dirigió fugas de 25 mujeres: «Estaban tan entusiasmadas que pusieron a teñirse el pelo, ponerse rulos y lavar la ropa más bonita que tenían», contó entre risas. Consiguió llegar a Torremolinos, donde encontró trabajo en un discoteca como bailarina: «Yo era de manifestación por la mañana y de rock and roll por la tarde, y bailaba muy bien». Fue detenida de nuevo e ingresó en las Adoratrices de Zamora, donde sufrió «la peor violencia psicológica, sin comer, sin cenar, levantándonos a las cuatro de la mañana para romper el hielo y lavarnos con esa agua. Y rezando todo el día, el ángelus, el rosario, y todo eso sin dejar de trabajar para ellas».
Paca Blanco, que muchos años después fundaría Ecologistas en Acción, se casó a la desesperada con el «primer sinvergüenza que encontré, un maltratador», para no perder a su hija, nacida en Peñagrande, el reformatorio de las embarazadas, donde fregó «suelos de rodillas con un tripón» y este lunes describió como «lo más horrible que he visto en mi vida». El lugar donde vio morir a menores abandonadas durante el parto, «sin un vaso de agua ni una caricia». Donde «se robaban» niños para las familias del régimen. Donde la amenazaron con echarla a la calle, quitarle a la niña y aplicarle la ley de vagos y maleantes «porque a ti no te quiere nadie». Donde Loli Benito, sentada a su lado en A Coruña, trajo al mundo a dos niños concebidos en las violaciones a las que la sometía su padre desde que tuvo su primera menstruación.
«Cada vez que ingresaban a mi madre en el hospital yo me escapaba de casa porque sabía lo que me esperaba. Mi padre iba a denunciar a la policía y cuando investigaron por qué me fugaba tanto, cometí el mayor error de mi vida: dije que mi padre abusaba de mí. Así fue cómo a los 13 años me mandaron al reformatorio. Era culpable de que mi padre abusara de mí», desgranó. Loli aprendió a trapichear con los antipsicóticos que le recetaba el psiquiatra. «La loca era yo», explica.
Fue aislada durante un mes en un cuarto con una cama y un lavabo, del que solo salía para ducharse. Sufrió abusos sexuales de un jardinero que la amenazaba con dar malos informes a las monjas. Se fugó y volvió a casa. Tenía 13 años cuando su padre la dejó embarazada. «Me mandaron a Peñagrande y al llegar entré en shock. Había una sala llena de embarazadas, muchas, nunca había visto tantas. Yo era la más pequeña. Y desde el minuto uno tuve que trabajar, decían que ibas a traer a un niño al mundo e ibas a necesitar dinero, pero yo jamás cobré nada», recordó Loli Benito, que 12 horas después de dar a la luz, sin probar bocado desde el día anterior, tuvo que acomodar a su bebé en el pecho, bajar dos pisos y conseguir alimento para sostenerse en pie. «La cena me la comí pero, sin saberlo, fue la puerta abierta para empezar a trabajar otra vez. Si podías bajar dos plantas, podías hacer lo que fuera. Tuve que dejar las sábanas del parto limpias para la siguiente que diera a luz».
Loli entregó a sus niños al Patronato. «Ya había estado en la calle y no tenía derecho a pasarle esa calamidad a mis hijos. Solo puse como condición que no los separaran, que los adoptaran juntos, porque sabía que así iba a ser más fácil encontrarlos». Durante años, paseaba por los parques buscando entre las voces el nombre de sus hijos. «Ya no tenían edad de jugar en el parque pero yo seguía pensando en ellos como eran cuando me los quitaron. Pensaba que podían estar en un orfanato y que a lo mejor no los había querido nadie». Vivió así hasta que un día recibió un mensaje. «Creo que tenemos una conversación pendiente desde hace 27 años». «¡Y no le contesté! Le escribí nerviosísima a Consuelo, que si no fuera por ella no los encontraría y le pregunté: “Que me ha escrito mi hija, lo sé porque tiene su fecha de cumpleaños en el perfil. ¿Qué le digo?”».
A la coruñesa Elena Fariña también le quitaron a dos de sus hijos. Por ellos no denunció al funcionario del Tribunal Tutelar de Menores que (le consta) sigue trabajando, ella conoce su nombre, y que ocultó todas las irregularidades y los abusos que cometieron las monjas de María Inmaculada de Puerta Real a finales de los años 80 del siglo pasado, cuando el Patronato de Protección a la Mujer (1941-1985) ya había desaparecido y los 900 reformatorios que dirigieron por España ya deberían estar cerrados.
Pero no era así. «Elena es la demostración de que al menos hasta 1993 se mantuvieron las prácticas de los reformatorios», remarcó Belén López Cillero, autora de un trabajo sobre la junta provincial del Patronato en A Coruña, que enfrentó dificultades insalvables para acceder a los archivos históricos donde se guardan las pruebas documentales del horror. «A las monjas siempre se les inundan los archivos, o arden o se les inundan», protestó amargamente una de las víctimas.
«Yo fui tutelada por Menores desde los 11 años. Venía de una familia desestructurada, mi padre era alcohólico, nos pegaba. No era la hija deseada y tenía que ser rebelde porque en mi casa solo había violencia», defiende Elena Fariña, que sufrió golpes «con toallas mojadas, para no dejar marcas», abusos y humillaciones diarias en la residencia de la Ciudad Vieja.
«Las del Tutelar de Menores éramos las apestadas. Nos ponían a fregar de rodillas. Nos daban un hornillo para derretir jabón Lagarto que hacía muchísima espuma y pasábamos días enteros para quitarla del suelo. Recuerdo una madrugada fregando con las rodillas deshechas, vino una de las hermanas y me puso guatas en las piernas, pero no me dijo que parara».
El día que cumplió 18 años, fue llamada a un despacho. «Me dijeron: “Fariña, recoja sus cosas. Se tiene que ir del centro porque Menores no sufraga sus gastos”. Yo no tenía a dónde ir. Cogí una bolsa con cuatro cosas y me junté con el primero que se cruzó en mi camino. Me truncó la vida. Tuve dos hijos, me los quitaron. Fue un infierno», manifestó Elena, que consiguió separarse y empezar a trabajar de interna con una familia, que la trató con «todo el cariño del mundo» y con la que conoció a su actual marido. «La vida me devolvió algo bueno, ser feliz, tres hijos maravillosos, una persona a mi lado que me quiere, y no tener malos tratos, que es lo importante».
«Mujeres caídas o en riesgo de caer que deseen recuperar su dignidad», ofrecía la propaganda franquista. Mujeres silenciadas, torturadas, explotadas física, psicológica y laboralmente; «monjas que frotaban con ortigas las vulvas de las niñas, que obligaban a hacer 150 cruces con la frente en el suelo y que siguen recibiendo premios a los derechos humanos. El Patronato no es que estuviera oculto -afirma Consuelo García del Cid-. Con lo que no contaban era con que las internas fueran a hablar 50 años después».