
Estos chismes, armatostes, mamotretos, se han perpetuado en la plaza y no hay quien los mueva
15 oct 2025 . Actualizado a las 05:00 h.La gente suele elegir términos más poéticos cuando les preguntan por su palabra favorita. Cosas como «paz», «amor» y «armonía», que son bonitas en la forma y en el fondo, maravillas como «arrebol» o «palíndromo». No nos quedamos con esas palabras que en el fondo son un chispazo de imaginación pero que otras, como «vorágine», acaban opacando. Pensemos en «chirimbolo». ¿Quién diría que chirimbolo es su palabra favorita en español? Dice la Real Academia que un chirimbolo es un objeto de forma extraña que no se sabe cómo nombrar. Tener palabras para las cosas que no se pueden describir es un lujo lingüístico que valoramos poco.
Y ahí están, para demostrarlo, los chirimbolos de la plaza de María Pita. Hace más de veinte años que así los bautizaron los arquitectos de esta ciudad y no podían estar más acertados. Lo curioso es que estos chismes, armatostes, mamotretos, se han perpetuado en la plaza y no hay quien los mueva. Será por intentos, alcaldes, proyectos y arquitectos, pero ahí siguen. Es más, han visto cómo iban creciendo aprendices de chirimbolos en cualquier acera de la ciudad. Y cuando las aceras no fueron suficientes, en la calzada. De tal forma que, dos decenios después, es más fácil encontrar un chirimbolo que un piso en alquiler, y en cada manzana de mi calle se multiplican las sillas y las mesas con cada rayo de sol. Como siga así el calentamiento global, me veo pidiendo permiso para abrir el portal.
La terquedad de las terrazas de María Pita ha sido tal que resulta difícil imaginar que se las vayan a llevar a donde sea que se guardan los chirimbolos cuando ya nadie los quiere. Tal vez hay un almacén como el de La cabina de Mercero, repleta de chirimbolos... sin clientes, espero.