Los retratos de Manuel Fernández Castiñeiras nunca son favorecedores. Es un hombre sin perfil bueno. Ayer abandonó siete meses de cárcel con la sombra de un futuro que no le permitirá pisar mucho la calle. Salió mucho más sereno que algunos de los que declaran estos días en Ourense.
La serenidad a Manuel Fernández Castiñeiras se le supone. O la templanza mal entendida. Porque alguien que se lleva el Códice Calixtino de una estancia de la catedral y sigue volviendo día tras día al mismo sitio mientras la prensa no deja de vocear el asunto tiene que tener sangre fría, capacidad de disimulo y, aunque nada de todo esto fuera planificado, tiene que saber fingir mientras se sienta a diario para escuchar la primera misa de la mañana.
Los que se quejan de la falta de glamur de este robo quizá lo hagan porque el ladrón confeso no viste de Prada. Pero, suponiendo que hubiera algo que ensalzar en cualquier tipo de robo que no fuera cometido por pura supervivencia, el del Códice Calixtino sería un triunfo de la clase obrera. Fernández Castiñeiras es un autodidacta y si el robo fuera un arte, él habría llegado a una de las mayores piezas de Occidente sin estudios superiores. Sin encargos de millonarios rusos, sin coleccionistas japoneses y sin la sombra de un peliculero El Santo removiendo bigotes postizos tras cada golpe. Lo consiguió rezando. La realidad tampoco tiene glamur. Por eso vamos al cine.
Castiñeiras es un hombre silencioso y perseverante. Estas son condiciones que una gran mayoría considera virtudes. Ni siquiera pensó en llevarse el dinero a Suiza. Porque la clase obrera es así.