«Saw VIII», campo de juegos «gore»

Eduardo galán blanco

CULTURA

No comprendemos la necesidad de ocho entregas de la saga del psicópata aficionado a poner a delincuentes pecadores de la pradera a purgar sus crímenes en una yincana llena de peligros

11 dic 2017 . Actualizado a las 08:16 h.

Vaya por delante que somos firmes defensores del cine de género; hemos encontrado más ideas en algunas de esas películas comerciales que en muchas paparruchas con falsa forma alternativa. Sin embargo, podemos entender la inmensidad del universo pero no comprendemos la necesidad de ocho entregas de una saga como la de Saw.

Después de siete episodios aguantando las andanzas del psicópata aficionado a poner a delincuentes pecadores de la pradera a purgar sus crímenes en una yincana llena de peligros, resortes mecánicos y sierras que sajan, o de contemplar los paseos del muñeco terrorífico a bordo de su bicicleta, era evidente que la cosa no daba para más. Porque Saw se vendió con potentes campañas visuales de máscaras del horror que ocultaban un vacío absoluto. Así que los productores del invento han llamado en esta ocasión a los hermanos gemelos Spierig, autores también muy de diseño pero menos gores, que habían conseguido cierta gracia con los vampiros de Daybreakers o con el homenaje a La noche de los muertos vivientes vía meteoritos que fue Los no muertos. Pero ni con estos chicos expertos la cosa ha funcionado.

El pobre Tobin Bell, magnífico secundario que ya lleva ocho películas haciendo del homicida loco Jigsaw, ataca de nuevo -no estaba muerto, estaba de parranda- con sus juegos y chorras cubos de aluminio con forma de casco. Jigsaw es un cruce cutre del malvado Zaroff y de Vincent Price haciendo de Phibes o de cualquier otra cosa tipo doctor loco. Pero el monstruo en estos tiempos carece del alma que tenían aquellos. Y te aburres con las investigaciones de los polis Callum Keith Rennie y Clé Bennet. Y no te sorprendes con el habitual giro final. Es verdad que hay un guiño ingenioso a El pozo y el péndulo de Poe-Corman en ese hoyo de arena donde van a ser enterrados los jóvenes Mandela Van Peebles -hijo de Mario- y Laua Vandervoort, pero lo demás es un batiburrillo de mazmorras, cadenas, torturas, cabezas cortadas en rodajitas y detalladas autopsias a cuerpos masacrados en los que participa alegremente la morbosa forense Hanna Emily Anderson. O sea, un horror.