El músico firma en Santiago un gran concierto que estira su leyenda. Revisando clásicos con la voz áspera, llegó al corazón de una audiencia ganada de antemano
30 abr 2019 . Actualizado a las 13:26 h.Tanto da que lleve años enredado entre el cancionero crooner y los standars, el Dylan que actualmente surca el mundo lo hace ajeno toda esa carga de mitología musical. Aquí el mito es él. Como si estuviera en el 2012 presentando Tempest, el músico americano se presentó en el Multiusos Fontes do Sar de Santiago (lleno, pese a ser un lunes) con su cancionero bajo el brazo. Y sin ganas de ir más allá. Estaba escrito en un guion que cumplió para regocijo de unos seguidores encantados por ese repertorio dual: un pie en el Dylan previo a los ochenta y otro en el que renació en los noventa. Apenas Dignitiy, un tema del 89 incluido en los últimos recitales de la gira española, llegaba de su era ochentera.
Era la quinta hoja escrita en Galicia por el premio Nobel y una más dentro de este Never Ending Tour, la gira interminable. Metáfora perfecta sobre lo infinito de su música y la interpretación que hace de ella. Porque Dylan acude a su catálogo maestro, extrae de allí una joya y la abre ante los ojos del público, para que la escuchen latir y vivir a su manera.
Tras un inaugural Things Have Changed, aún con la luz del día colandose en el recinto, se pudo comprobar ese efecto. It Ain't Me, Babe, pieza esqueléticamente registrada en 1964, llegaba aquí con extraño ropaje. Una suerte de rigidez rítmica endulzada por el steal-guitar y dotada de nervio a golpes de piano del propio Dylan, generaba en el público una mezcla de tensión e incomodidad. Todo hasta llegar el estribillo en donde la voz dibujaba en gris una de esas curvas en las que descansan algunos de los momentos más importantes de la música del siglo XX.
El artista conoce perfectamente cómo llegar al corazón del público. Un concierto como el de ayer lo volvió a demostrar. Viajando a los clásicos básicos como Highway 61 Revisited, que sonó rocoso y especialmente punzante en las seis cuerdas del guitarrista Charlie Sexton. O apelando a la belleza inmaculada de Simple Twist Of Fate, de llorosa armónica y sentido piano final. Fueron los primeros rescates de un pasado mítico que Dylan sitúa en el mismo plano que su presente.
Tempest, su última obra de estudio con material original, realza su figura en esta gira. Scarlet Town, bañada ya por la calidez de la iluminación del show, sonó especialmente hermosa con banjo. Pay in Blood, con hechuras de clásico, tendía un puente con el Like a Rolling Stone que vendría después. Early Roman Kings mostraba un agradecido vigor rock. Y Soon After Midnight, en la parte final del concierto, se balanceó con vaivén country.
Nuevo prisma de un clásico
Resultó inevitable para muchos hacer comparaciones con anteriores visitas de Dylan a Galicia. Teniendo en cuenta su último pase (en Vigo, año 2008), todo parece indicar que, al contrario de lo habitual, el artista ha mejorado en los últimos años. Su voz de los últimos tiempos, ronca y áspera, parece haberse ensanchado. También el acierto en el modo de tratar su gran clásico Like A Rolling Stone, un tanto decepcionante en la visita viguesa, y estimulante anoche. Nuevos prismas para una joya eterna.
Otro gran momento llegó con Love Sick, pieza de los noventa con honores de imprescindible. Igualmente, con el final de la mano de una Gotta Serve Somebody, de vibrante electricidad. Tras ella llegaron los bises, con la pirueta de un clásico en la mano (Blowin' In The Wind) y el rescate en tono bluesero de It Takes a Lot To Laugh, It Takes A Train To Cry.
En ese viaje final a 1965 desde el 2019 se cerraba la parte gallega de una lección que nunca se termina de dar de todo. La de Bob Dylan, que el viernes sigue impartiendo magisterio musical en Sevilla. Luego en Fuengirola, Murcia y hasta el infinito.
Los guardias de seguridad impidieron usar los móviles
Pocos artistas en el mundo transmiten más que Dylan la sensación de que todo lo que hay a su alrededor les importa absolutamente nada. Tanto da que se trate de un mito viviente de la cultura popular y que, lógicamente, sus actuaciones despierten interés informativo. Su comprensión al respecto resulta nula. Él se niega a ser fotografiado, impidiendo el acceso de profesionales de la información al foso, tal y como es norma en la inmensa mayoría de los eventos musicales del mundo. Dylan lleva años abanderando la excepción y su postura se ha aceptado (o se ha tenido que aceptar) como una incomodidad inherente al universo del músico.
Anoche en Santiago ocurrió. Dylan, que se hospedó en el hotel Los Abetos, volvió a dar órdenes en ese sentido. Nada de fotos. Igual que ha venido sucediendo en el resto de la gira, no se han concedido acreditaciones a fotógrafos profesionales. El veto se extendió al público, impidiendo ya no tomar fotos sino el uso del móvil. En cuanto se iluminaba la pantalla, los guardias de seguridad daban la advertencia. De hecho, esta crónica se tuvo que escribir desde un pasillo, al no poder encender el ordenador en la grada.
Los problemas con las cámaras de Dylan no son nuevos en Galicia. En 1993, cuando actuó en el Concierto de los Mil Años de A Coruña sorprendió a los asistentes actuando de día. En su momento, se argumentó que se había optado por esa ubicación porque el artista había impedido ser filmado. No quería que su imagen se pudiera ver por las dos pantallas de vídeo que cercaban el escenario. No fue el único: Jerry Lee Lewis y Chuck Berry también se negaron. A los fotógrafos, sin embargo, sí que les permitió trabajar en aquella ocasión.
La manilla se fue cerrando poco a poco. En 1999, cuando actuó en Santiago por primera vez, se anunció un veto a fotógrafos que finalmente se aflojó, permitiendo solamente a seis fotógrafos tomar imágenes solamente durante la primera canción. No corrieron la misma suerte los fotógrafos que cubrieron el festival Xacobeo en el 2004. Pese a ser la gran estrella del día, las crónicas no pudieron ilustrarse con fotografías de Dylan.
En la que hasta ayer era su última visita gallega,la de Vigo del 2008, ocurrió lo mismo. E incluso peor: personas de seguridad se metían entre el público alertando a los que hacían fotos digitales para que dejaran de hacerlo.