Paul Schrader renace en Venecia con otra obra maestra sobre la tortura y la redención
CULTURA
Jane Campion se reinventa con el feroz wéstern naturalista «The Power of the Dog», que adapta la novela de 1967 de Thomas Savage
03 sep 2021 . Actualizado a las 09:00 h.Asisto en esta Mostra a un momento que es pura liturgia de un arte mayor. A una película que respiras como acto de ensanchamiento de una leyenda viva. No es algo en absoluto frecuente en un festival y los efectos que te genera son más que dopamínicos. El gran Paul Schrader -uno de los tres supervivientes (junto a Brian de Palma y a Martin Scorsese) de aquel grupo de irredentos cuya edad de oro se llamó Nuevo Hollywood- se pronunció en la pantalla en ese vuelo de ave fénix llamado The Card Counter. Desde sus evocativos títulos de crédito setenteros algo te dice que vas a gozar de un filme como de otro tiempo. A la altura de las mejores películas de Schrader como director (Affliction, Hardcore, American Gigolo) o como guionista (Taxi Driver, Toro salvaje o La última tentación de Cristo). Ahí está el territorio de los agonistas de este calvinista tortuoso: sus personajes atormentados, embebidos de la culpa, agonizantes en esa encrucijada que lleva a la redención o a entregarse, conscientemente autoinmolado. A veces, como en The Card Counter, a las dos cosas a un tiempo.
Un Schrader que hace pocos años se presentó aquí en un final de ruta profesional con The Canyons (filme de presupuesto ínfimo, financiado por una celebrity como Lindsay Lohan y por crowfunding, y protagonizado por el actor porno James Deen) resurge en esta obra maestra, la historia de un jugador profesional de cartas y de su oscuro pasado como torturador en las celdas de Abu Ghraib. Y no parece casual que Schrader confluya en esta necesidad de mostrar el horror moral de su país en Irak con el colega de viaje De Palma y su Redacted.
Encarnado este apostador en el rostro de Oscar Isaac -quien parece el relevo natural de los monstruos de la generación de Al Pacino o De Niro-, el camino que sigue es el del pulso entre la lucha por salvar su alma -y la de un joven al que prohíja- de las sentinas de la mutilación o el despiece físico y moral. Y del deseo de dejar atrás ese viacrucis y encontrar una desviación salvífica que derrote a los elementos.
Es asombrosa la precisión de ese guion -en donde anidan elementos del cine más cruel de Schrader y otros de clásicos como El buscavidas o El color del dinero, no en vano en la producción está Scorsese- que conduce de la sordidez de los casinos a la esperanza del edén del millón de luces y una mano suave de la que pasear al otro lado del paraíso. Y el requiebro aterrador que -en un giro de la historia que te deja demolido- lleva a un cara a cara descarnado con ese coronel Kurtz al que pone máscara Willem Dafoe, uno de los tótems que ha acompañado los éxtasis e infiernos de Schrader.
En todo momento, The Card Counter está destilada con esa desnudez de estilo en la que Schrader sigue a Robert Bresson. Esos vacíos existenciales que te indican que, pese a la resistencia del formidable Oscar Isaac por no cruzar las puertas del averno, debes abandonar toda esperanza. Qué formidable acto de reflotación de un maestro del Nuevo (y del Viejo) Hollywood. Qué devastador festín de cine sabio y despiadado.
Lo más sucio desde Peckinpah
Jane Campion ha sabido reinventarse varias veces desde que fue la primera directora en ganar un Óscar con El piano. The Power of the Dog -que adapta la novela de 1967 de Thomas Savage- no defrauda como nueva vuelta de tuerca al wéstern, ese género siempre dispuesto a metamorfosearse. Sigue Campion la senda de ensuciar el Oeste idealizado, la ruta iniciada por Sam Peckinpah. Pero su naturalismo está al servicio de una puesta en escena muy contenida. Y de una violencia inmensa pero interna, que se asiente en la irrespirable atmósfera de este drama en torno a una familia con intensidades casi propias de un Tennessee Williams asalvajado. Es el filme un pulso de inadaptados. Todos lo son a su manera en esta pradera sin ley. Benedict Cumberbatch es el rebelde con tintes marlonbrandianos. Kirsten Dunst, la casada infeliz y alcoholizada. Y Kodi Smith McPhee, la criatura insólita en un far west. El niño-hombre, el que desata los cabos de una tensión homosexual de macho alfa y perro verde que estalla sin furia exterior pero con una capacidad de infección perturbadora del gran cine que te trastorna mucho más allá del fin de la proyección.
Me desilusiona el Paolo Sorrentino de La mano de dios. Para describir su infancia de los 80 en el Nápoles donde reina Maradona se autocensura en sus excesos de cámara circense. Quiere hacer su Amarcord particular y le sale cine merengado. Tan alejado del mejor Sorrentino, el de la incorrección osada y trapecista que condensa como nadie el siglo XX italiano en sus dos operas magnas: Il divo y Silvio y los demás.