El director chileno Pablo Larraín fabula un bello canto del cisne de Diana de Gales

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Kristen Stewart, en su papel de Lady Di, en el cartel de la película de Larraín «Spencer».
Kristen Stewart, en su papel de Lady Di, en el cartel de la película de Larraín «Spencer».

El estruendoso «Dune» de Denis Villeneuve se da una gran costalada en las arenas del Lido

04 sep 2021 . Actualizado a las 05:05 h.

Lady Di conduce en solitario su coche por la campiña de Norfolk. Desorientada, se detiene en un bar de fish and chips donde la ración cuesta 2 libras y 60 peniques. En su interior pide ayuda, orientación para saber en dónde se encuentra. Está a pocos metros de la mansión de vacaciones de los Windsor en Sandringham, donde la esperan para la reunión familiar de Nochebuena. Qué mejor manera de condensar la situación desnortada de la princesa del pueblo en el comienzo del fin de semana en el curso del cual va a abandonar su condición de tal. Huirá, dirá adiós a todo eso y se convertirá en Diana Spencer.

Es inevitable considerar que el chileno Pablo Larraín venía de escenificar la espectral soledad de Jacqueline Kennedy, estigmatizada en su vestido rosa por la sangre y la masa cerebral del asesinato de Dallas en la formidable Jackie. Era aquella la crudelísima liquidación del reinado de Camelot en la Casa Blanca.

A la hora de glosar esta otra caída, Spencer se aborda como el encarnizamiento de los Windsor, el acoso al que la aún princesa es sometida en Sandringham. Hay un tratamiento de esa situación como un acoso que nos remite por una parte -sin cargar tintas- a La semilla del diablo polanskiana. Kristen Stewart hace un acercamiento al personaje muy libre, alejada del parecido exterior, como ya realizara hace un año en su encarnación de otra mujer cuya muerte pareció un deceso conveniente y de participación coral, el de Jean Seberg. Larraín exprime esos dos días en una coreografía casi tan memorable como la de Jackie. Es una danza de mujer sola, abrazada a sus miedos, a sus paranoias. También está la evidencia de que se está produciendo ya la cacería. Quiere dejarlo el director muy explícito en ese tiro al faisán que protagonizará uno de los clímax de la función. También está la aparición del fantasma de Ana Bolena. La reina a la que Enrique VIII envió a la guillotina para poder esposarse con otra mujer. La idea de la decapitación preside los temores de Diana. Por eso, la importancia de arrancarse ese collar de perlas que Carlos le regaló. Idéntico al que luce ya Camilla Parker. Es posible que sobren algunos subrayados en este juego de espejos y metáforas. Pero es igual de poderoso el planteamiento de Larraín y su torrencial persecución del cisne, abrumadora en la conducción musical de ese genio llamado Jonny Greenwood (el guitarrista de Radiohead).

En ese pulso final antes de su evasión, Diana desafía varias veces a los Windsor y estos le envían a ese cancerbero perturbador que borda Timothy Spall. Él es el primero que le habla de que el servicio a la Corona lleva si es preciso a la muerte. Y su mano dejando un libro en un anaquel es el dedo acusador sobre lo que pudo suceder en el parisino puente del Alma. Pero antes queda el canto del cisne. Su escapada, soltadas las amarras.

Si en Jackie el abandono de Camelot fue un desalojo a balazos tejanos, en Spencer es un acto finalmente voluntario. Los últimos días felices. Antes de que los hilos de la Casa Real -blanqueada ahora por una serie excelente-, o tal vez solo el triste sino de Diana Spencer, abatan a la mujer libre. Y en este puente entre ambos filmes, Larraín culmina un díptico sobre el mito popular y femenino y lo inaceptable que su magnetismo sobre las masas resulta para las jerarquías del poder.

Chalamet, talento zangolotino

Llegó a la Mostra y la colapsó de periodistas el remake de Dune, a cargo de ese liquidador de los hitos de la sci-fi llamado Denis Villeneuve, cuyo Blade Runner fue ya un acto de genocidio cinéfilo y sentimental. Qué les puedo contar de ese infierno llamado Dune. Sí quiero apuntar que -igual que la Warner nos secuestró a la entrada nuestros móviles, obligándonos a encapsularlos durante la proyección en una bolsa de plástico hermética- este cronista hubiera agradecido ser introducido en otra bolsa plastificada de tamaño natural. Dentro de ella no habría sufrido 160 minutos del estruendo y la nada. Esta infantilización insufrible del texto de Frank Herbert que emblematiza ese engreído actor con talento zangolotino llamado Timothée Chalamet. Esa persona con alma de bellaco de quien no olvidamos que primero persiguió a Woody Allen acudiendo a los clubes de jazz que este frecuentaba para conseguir el papel de A Rainy Day in New York. Y que muy pronto pasó a apuntarse antes que ninguno a su caza de brujas cuando Mia Farrow dijo Vamos allá. Y Chalamet, bigardo detestable como este Dune estulto y horrísono, consideró que la lealtad vale menos que su imagen de instagramer.