Silvia Hidalgo gana el Tusquets con una novela que entierra el amor romántico

Héctor J. Porto BARCELONA / LA VOZ

CULTURA

La escritora andaluza Silvia Hidalgo (Sevilla, 1978).
La escritora andaluza Silvia Hidalgo (Sevilla, 1978). Europa Press

La autora sevillana explora en «Nada que decir» la vida airada de una mujer en pos del deseo y la felicidad

16 sep 2023 . Actualizado a las 09:30 h.

María Tena (Nada que no sepas, 2018), Elisa Ferrer (Temporada de avispas, 2019), Bárbara Blasco (Dicen los síntomas, 2020), Marta Barrio (Leña menuda, 2021), Cristina Araújo Gámir (Mira a esa chica, 2022) y ahora Silvia Hidalgo. La autora andaluza se alzó con el premio Tusquets de novela —el fallo, emitido por mayoría, se dio a conocer este jueves en Barcelona— con su obra Nada que decir, con la que se suma a la indagación de la mujer contemporánea en que se ha empeñado esta nueva generación de escritoras y que reconoce un galardón que promueve el sello barcelonés y que alcanza la 19.ª edición. Se trata de la tercera novela de Hidalgo (Sevilla, 1978), que profundiza en cierta medida en el universo que abordó en su libro anterior, Yo, mentira (Tránsito, 2021). No es una continuación stricto sensu, matiza ella misma, pero sí hay un mundo propio en el que ahonda porque cree que si algo está en condiciones de aportar a la literatura es la honestidad de su mirada: «Puedo seguramente inventar historias, tengo imaginación, pero estoy en el momento de observar qué nos pasa, qué nos está ocurriendo, cómo yo y las mujeres de mi entorno vivimos estas nuevas formas de relación, con la pareja, el amante, los hijos, la familia...». Y semeja que ha logrado su objetivo, según el jurado, que califica entusiásticamente el texto como «el deslumbrante retrato psicológico de una mujer enfrentada a sus contradicciones y a la vorágine de la vida moderna, una historia veraz y lacerante sobre la vivencia del deseo y la pasión, sobre cómo se sobrepone a la crisis de los cuarenta, la ansiedad por el éxito social, el desencanto del hogar, la atracción por lo prohibido».

Hidalgo recordó que la novela «nació sin planificación consciente, de impulsos muy carnales, abrazando sentimientos negativos que no solemos abrazar porque nos hacen sentir vulnerables, como la ira, el enfado, la envidia, que no asumimos, pero que si aceptamos abrazar como algo humano, desde esa vulnerabilidad, puede salir algo bonito».

La protagonista es una mujer cuyo matrimonio se rompió, que tiene una hija pequeña y que se rebela, no a través del amor romántico sino del amor por la vida. De una forma valiente, con riesgos, decide explorar el deseo y la pasión furiosamente, en toda su crudeza, a sabiendas de que a la persona elegida —que es tóxica— no la alienta su sinceridad. Se enfrenta a la tristeza por la vía del enojo, gracias al cual se pone, al menos, «en algún camino, un camino que la lleva a la búsqueda de la inocencia, al regreso a las cosas más puras, más simples», recalca la escritora.

Esta mujer está molesta con el mundo, incómoda, cree incluso que no se merece ser feliz, prosigue Hidalgo en un intento de descifrar a su personaje, pero «al final los enfados se pasan» y ella se perdona. Todo contado con contundente viveza, incluso con descaro, sin buenismos. Y es que se da cuenta de que «no pasa nada porque te hagan daño, no pasa nada por ser vulnerable; descubre esto y empieza a sentirse un poco mejor, un poco más cómoda con la vida».

Mediante el dolor —que se convierte en ira— alcanza el convencimiento de que sí tiene algo que decir. Da igual si con ello se expone. Y lo hace como lo hacen las mujeres de hoy en día, subraya el editor Juan Cerezo, sin caer en la autocompasión, intentando salir a flote con una audacia tremenda, sin autoflagelación, asumiendo que la relación en la que está inmersa es desequilibrada: «No se lame las heridas por lo que pierde tras renunciar a un matrimonio envidiable, a lo conseguido trabajosamente, quiere vivir su deseo valientemente. Es un poco nuestra Marguerite Duras, nos turba con sus emociones inconfesables, con esos zarpazos que no nos dejan indemnes». Deberá despojar a las palabras de significados de antaño que ya no tienen, resignificarlas, qué quiere decir el otro cuando pronuncia frases como «cariño, te echo de menos», «te quiero»... «¿Qué significan en realidad? Han perdido peso en esa vorágine de mensajes, prisas y lugares comunes».

Silvia Hidalgo, acompañada de Antonio Orejudo y Eva Cosculluela, miembros del jurado del premio Tusquets.
Silvia Hidalgo, acompañada de Antonio Orejudo y Eva Cosculluela, miembros del jurado del premio Tusquets. H. J. P.

El dictamen del jurado elogia precisamente el manejo del lenguaje que hace Hidalgo, que recurre —alabó el escritor Antonio Orejudo, presidente del tribunal—, como voz narradora, a una tercera persona magistralmente construida, que le sirve para mantener una medida tensión entre la narradora y la protagonista, en ese tono airado, fresco.

La novela, incide Bárbara Blasco, trata uno de los grandes cambios que ha sufrido en los últimos tiempos la concepción del amor, el derrumbamiento y el fin del amor romántico, como también de la aparición del poliamor.

La distinción otorgada a Nada que decir —que llegará a las librerías el próximo 18 de octubre— comporta una dotación económica de 18.000 euros.

Silvia Hidalgo: «No escribo pensando que alguien me va a leer»

Silvia Hidalgo reacciona con su trabajo a una pulsión íntima, nada calculadora: «No escribo pensando que alguien me va a leer. Solo me planteo preguntas que surgen interiormente, pero no con la presión de tener que fabricar respuestas. Aunque es verdad que me siento feliz de acompañar un poco al lector, cuando después me dice alguien que se vio reflejado en el relato. Esto, claro, es a posteriori, no te puede condicionar». Del mismo modo rechaza cualquier pretensión generacional en su novela, pese a que finalmente puedan surgir ecos de ello ya que no deja de ser un reflejo de experiencias en su entorno, sobre todo mujeres.

Antonio Orejudo hizo hincapié en el acierto del tono elegido por la autora, que denota, dijo, «una voluntad de estilo brutal». La mujer, insistió, es implacable consigo misma, como también lo es la escritora. Esa desnudez, esa velocidad requieren «muchas horas de picar piedra y de eliminar lo que sobra» —dedujo— para poder ir al corazón de las cosas, a lo fundamental. Hidalgo le dio la razón al hablar de sus esfuerzos de «escribir y reescribir» para no perderse por las ramas: «Yo no tengo tiempo para leer —remachó— y la gente tampoco», por lo que juzga preciso ir al centro de la historia. Además, no le tiene demasiado apego a lo que escribe: «No me cuesta tirar, soy exigente». En ese sentido, consideró clave dar con el ritmo del texto, que, detalló, pule a base de lectura en voz alta: «Como lectora, no me gusta tener que volver atrás porque no me he enterado bien. La cultura audiovisual y el pensar las historias en escenas me ayudan a acertar». Y eso que, matizó, no entiende el ritmo como una necesidad de que pasen cosas, sino en una búsqueda de conservar al lector atado a las emociones humanas.

Para definirse mejor, recurrió a sus referentes literarias —y lo que llamó cariñosamente su «altar de desquiciadas»—: Olga Tokarczuk, María Fernanda Ampuero, Elfriede Jelinek, Ariana Harwicz... Autoras, por cierto, cuyas mujeres protagonistas no solo son objeto de violencia sino que abrazan su violencia interior.