«Sleep», sutil exploración del sonambulismo como monstruo conyugal

José Luis Losa SITGES / E. LA VOZ

CULTURA

Un fotograma de «Sleep».
Un fotograma de «Sleep».

El festival rinde tributo al inmenso William Friedkin, fallecido en agosto

07 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Este 56.º Festival de Sitges ya tiene en el arranque de su competición una gran película anotada. La coreana Sleep trata un estado apenas abordado en el cine, el del sonambulismo (es cierto que está en El Gabinete del Dr. Caligari) que ha cedido todo su espacio dentro del género fantástico al cine del inconsciente, en lo que va Hitchcock a De Palma, pasando por Lang, Siodmak o Tourneur. En lo que se centra el debutante Jason Yu en Sleep es en ese noctambulismo de un tipo que comienza por incordiar levemente a su esposa con sus fuertes ronquidos para ir trascendiendo a los monólogos durmientes, las excursiones a la nevera para comer carne o pescado crudo, la liquidación de su perro de aguas congelándolo en la nevera, el intento de saltar por la ventana de su dormitorio y el de bajar al bebé de ambos para introducirlo en el cubo de basura reciclable. Yu cuenta con un guion escrito por él mismo donde esa escalada está medida en una sutil gradación que conjuga la comedia con el terror. Y que huye de aspavientos para ceñirse a un realismo que invita a que su película tenga segunda lectura: la ruptura de eso (mal) llamado felicidad conyugal por una intrusión incontrolable que resquebraja la solidez de la pareja. Y que convierte la convivencia en una de esas relaciones de poder que minan su futuro. De esa manera, esta tragicomedia macabra sobre la parasomnia estira su alcance más allá de los límites del fantastique, a modo de Guerra de los Rose donde uno de los combatientes camina en otra dimensión de la realidad.

Las otras dos películas vistas no llegan a desplegar nada, ni como películas de género ni como —simplemente— cine. La norteamericana It Lives Inside, ópera prima del director de origen indio Bishal Dutta, es uno de esos productos de frío laboratorio que intenta congeniar el conocido ambiente de high-school con un terror de procedencia exótica incrustado como bisutería. Porque ese acercamiento a la prolija cosmogonía del terror originado por deidades o súcubos de la India lo realiza Dutta tirando —ese es el disimulo— como de oídas de sus ancestros. Pero igualmente podría haberla dirigido un italoamericano de Manhattan porque para hilvanar este cuento pinturero con demonios encerrados en un frasco —como el genio árabe de Alí Babá o el castizo diablo cojuelo— no hacía falta conocimiento extranjerizante alguno. Claro que al lado de la infausta The Seeding —espanto extenuante de Barnaby Clay que empieza como Quién puede matar a un niño y concluye como El seductor de Siegel— lo de It Lives Inside es el Mahabharata.

El genio de William Friedkin

Quien sí poseía todos los genios dentro y fuera de la lámpara era el inmenso William Friedkin. Aunque sus orígenes son algo anteriores a los de Spielberg, Scorsese, De Palma o Bogdanovich, siempre se le incluyó dentro de aquella revolución de los claveles autorales ue se dio en llamar el Nuevo Hollywood y que tomó la industria norteamericana del cine a finales de los 60 sin otra violencia que la circunscrita a sus poderes como firmantes de títulos que marcaron no solo aquellos años como Taxi Driver, The Last Picture Show, El Padrino o Carrie. Friedkin no se quedó atrás. Con El exorcista revolucionó el modo de distribución de las películas en salas, generó un seísmo en el cine de terror y firmó una página de oro en la interacción de pantalla y espectador. Pero solo tres años después, fue capaz de ganar con The French Connection los cinco Óscar principales y de legar una mirada sobre Nueva York aún hoy no supeada. De acuerdo a la leyenda o el fatum de aquellos jóvenes bárbaros, una vez en la cima se produjo la estruendosa caída. El rodaje de Sorcerer (remake de El salario del miedo estrenada en España con el título visionario de Carga maldita) en América Central fue un desastre plagado de accidentes ue elevaron sus gastos hasta el infinito. Y su estreno —en un fin de semana coincidente con el de Star Wars— condenó definitivamente aquella empresa hacia un Waterloo económico y una amenaza de destierro creativo para aquel Napoleón fílmico que fue William Friedkin. Con el tiempo, Sorcerer se reevaluó y hoy es considerada absoluta obra maestra (caso paralelo al de Michael Cimino con La puerta del cielo). Aún tocado, Friedkin no bajó la guardia. Siguió indomeñable dirigiendo obras tan controvertidas como A la caza, Vivir y morir en Los Ángeles o Killer Joe. Cuando tuvo que replegarse fue capaz de volver a sus orígenes en la televisión, con un excelente remake de Doce hombres sin piedad. En el 2017, el Festival de Sitges lo recibió para agasajarlo y Friedkin ofreció una memorable clase magistral. Ahora, en el tributo tras su desaparición el pasado agosto, enmarcado con un pase remasterizado de El exorcista —que cumple medio siglo— se volvieron a escuchar algunas de las palabras de Friedkin en aquella ocasión. Tan vivo como su cine que perdurará exultante y siempre perturbador. Tanto cuando fue golden boy del Nuevo Hollywood como cuando tuvo que ratonear parasalir siempre a flote con películas de singular e inimitable viveza.