Puyol dice adiós al Barça y con él se va uno de esos jugadores que siempre, y siempre es siempre, sin excepciones, ha respetado los códigos de honor en un universo futbolístico cada vez más escorado hacia el vedetismo y la alharaca, más proclive a lo superfluo que a la esencia. Puyol jamás perdió la perspectiva.
Tras el Mundial de Sudáfrica, barruntaba poner punto y final con broche de oro a su etapa como internacional y Vicente del Bosque, otro que entiende de valores y conducta, fue el primero en tratar de convencerlo con un señuelo: no podía irse sin alcanzar las cien internacionalidades. Y lo consiguió, aunque las lesiones solo le permitiesen llegar a ese umbral a duras penas.
Dice adiós un jugador que ha hecho de la normalidad y de la honestidad banderas innegociables, alguien que jamás gastó oropel. Un futbolista que escogió como nombre para su hija el de Manuela, que renuncia a dos años de contratos y un puñado de millones, y que tiene como uno de sus libros de cabecera «El monje que vendió su Ferrari». No es una obra maestra, pero en este caso se convierte en una metáfora reveladora.
Entona sones de retirada un defensa central que solo ha concitado adhesiones, porque no se le recuerda chapoteando en ningún charco. Antes al contrario. Imágenes como las de la reprimenda a Thiago y Alves por los excesos que no venían a cuenta en la celebración de un gol ante el Rayo, o la estampa en la que retira de la mano de Piqué un mechero que su compañero estaba ya exhibiendo al árbitro en el Bernabéu, lo retratan mejor que mil palabras.
Y, por supuesto, se va el autor de un gol histórico, el que certificó la clasificación de España para el Mundial de Sudáfrica. De nuevo, una secuencia que es fiel espejo de Puyol. Era un córner que estaba hablado e irrumpió desde la semiluna del área como un expreso para tomar impulso en el punto de penalti, elevarse, marcar los tiempos en el aire y cabecear a la red. Un gol de raza y arrastre, dos cualidades consustanciales a su fútbol y su trayectoria.