Consumido el segundo fracaso seguido en un gran torneo, la derrota ante Italia se fue perpetrando en un final de quiero y no puedo. Con el pitido, el campo se convirtió en un fraternal espacio para intercambiar camisetas, confidencias y palmaditas en el hombro. El epílogo parecía el final del trofeo Ramón de Carranza, más que el adiós a una Eurocopa. España abandonaba Francia con un ejercicio de deportividad encomiable, pero transmitiendo también una sensación extraña. Aquel carácter ganador que había prendido en la Eurocopa del 2008 había desaparecido momentáneamente del rostro de un grupo que hacía ahora las maletas sin que asomase la verdadera rabia por una oportunidad perdida. La ambición parecía haberse marchitado en un vestuario por suerte acostumbrado a conjugar el verbo ganar. Sería absurdo poner en duda el talento y la competitividad de aquella selección. Pero quizá llegaba el momento de cambiar de ciclo, representado en jugadores como Casillas y el propio Del Bosque.
El papelón para Lopetegui, tan baqueteado con las categorías inferiores de la selección como sospechoso a ojos del entorno de la selección, era delicado. Pero año y pico después fue desanudando problemas con la lógica de quien elige a los mejores de cada momento, manteniendo el estilo sin renunciar a alternativas y hasta con guiños efectistas como el rescate de Villa. Los cambios devolvieron el hambre al grupo. Patinó en dos detalles: el apoyo a un presidente corrupto como Villar y su gestión de todo el asunto Piqué, permitiendo que la polémica extradeportiva corrompiese durante días el ambiente de la selección, no solo durante la concentración sino con un cantado divorcio en la grada de Alicante.
De aquí al próximo verano, la España de Lopetegui necesita hacer guantes con selecciones de primer nivel. Pasar de la transformación de las fase de grupos a la competitividad del Mundial de verdad.