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«¡Que lo paren, que yo me bajo!» Con estas palabras quiso expresar uno de los mejores alpinistas españoles, sus sensaciones en relación a lo que está ocurriendo en el Himalaya en esta sorprendente temporada de primavera.
Doscientas personas haciendo cola para pisar la cumbre del Everest en un mismo día es algo inconcebible, pero no es más que la gota que colma el vaso de una actividad deportiva que se ha convertido en los últimos años en una forma de rendirle culto a nuestro propio ego. Para los conocedores de la materia, quizá sorprendan más los números de una montaña como el “Kangchen”, otro coloso, en el que la semana pasada se “reunían” en la cumbre más de sesenta personas al mismo tiempo. Una de las cimas más duras de la tierra que ahora parece hacerse más humana gracias a las nuevas tecnologías puestas a disposición del “turista de montaña”: oxígeno en botella, cuerdas fijas, dos o tres porteadores por cabeza, en definitiva, miles y miles de euros invertidos en una foto que poder colgar en las redes sociales ¿Es esa la razón de este despropósito, del suicidio colectivo del alpinismo?
Señores, hemos matado la aventura. Ya dijo Messner, meses atrás al recoger el premio Princesa de Asturias, que el turismo de montaña no es aventura. El alpinismo de los años de posguerra ya no existe. Hemos prostituido de tal forma esta actividad que habrá que inventar nuevas formas de dar rienda a suelta a lo que nos movía por subirnos a las montañas.
Si Amundsen, Luis Amadeo de Saboya, Terray, Kukutzka o tantos otros levantaran la cabeza, pensarían que estamos locos. Y es que lo estamos. La vorágine de las expediciones comerciales y la masificación en las zonas de montaña contribuyen al deterioro del planeta, a la modificación de los hábitats y de la cultura tradicional, al incremento de accidentes y rescates.
El alpinismo es pasión. Es el deseo irrefrenable de aprender, de trasladar a nuestro mundo unos valores que nos hacen mejores. Lo que yo y otros hemos buscado en las altas montañas es precisamente lo contrario a lo que ahora encuentro. Esa necesidad incontrolable de vivir, de respirar, de sentir el viento y el silencio, de dormir bajo las estrellas en comunión con uno mismo, de descender a nuestros instintos más primarios. Es eso lo que nos hace sentir vivos y llenos.
Dicen que pondrán un teleférico a la cumbre del Kilimanjaro, que un alpinista trata de hacer los catorce ochomiles en siete meses (lleva seis en mes y medio), que han montado un pub en el campo base del Everest… No perdamos la esperanza. Nos queda volver a la esencia de la aventura: el riesgo. Porque sin riesgo no hay aventura. Quedan muchas cosas con las que aún podemos disfrutar de la verdadera esencia del alpinismo sin masificaciones: las ascensiones invernales, las paredes más técnicas y verticales, las montañas más bajas pero más complejas, aquellas actividades en las que nos sirvamos por nosotros mismos. Serán esas y no otras las que nos hagan sentir satisfechos. Todo lo demás, seguirá siendo un circo.
Yo lo seguiré intentando, seguiré soñando, me seguiré apasionando mientras existan otras montañas. No, todavía no me ha llegado la hora de bajarme.