Épica y tragedia en el Mont Ventoux

Jon RIvas COLPISA

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Mont Ventoux
Mont Ventoux ad

Tras la jornada de descanso, este martes se asciende el Gigante de la Provenza, la montaña maldita

21 jul 2025 . Actualizado a las 19:17 h.

Monte de los Vientos, el Gigante de la Provenza llaman a esa anomalía rocosa que domina la región francesa. Roland Barthes la llamó maldita. «No perdona jamás a los débiles», escribió el filósofo en el 1955. El poeta Petrarca ascendió a la cima junto a su hermano el 25 de abril del 1336.

Descarnada, ventosa, implacable. Séneca relata que Julio César ordenó levantar un templo en su cima dedicado a Circe, el Mistral, ese viento terrible que azota su cima. «No está loco el que sube al Ventoux, está loco el que repite», dijo Eddy Merckx en el 1970 después de su victoria.

Más de 1.910 metros de altitud, 22 kilómetros de subida, los últimos se asemejan a un paisaje lunar, sin una brizna de vegetación. La leyenda dice que las talas masivas durante la Edad Media para alimentar las necesidades de los constructores de catedrales pelaron su cúspide. Apareció en el Tour en el 1951 y ha sido escenario de gestas y desfallecimientos. Ferdi Kluber probó su dureza. Le dijeron: «Cuidado, que el Ventoux no es como los demás montes». «Yo tampoco soy un corredor como los demás», replicó.

Esa misma noche, después de un espectacular desfallecimiento, dejó el ciclismo. Desde el chalé Reynard solo hay piedras, rocas sueltas. Hasta ahí, en sus 25.000 hectáreas, cien clases diferentes de aves pueblan sus bosques, 950 especies de plantas. En lo más inhóspito del paraje atendió el doctor Dumas a Tom Simpson, muerto sobre las piedras.

En ese lugar se levanta ahora un monolito en el que los responsables del Tour de Francia hacen una ofrenda floral en cada paso de la carrera. Los cicloturistas dejan allí sus bidones o algún recuerdo. El 10 de julio del 1970 Eddy Merckx marchaba escapado camino de la cima del Mont Ventoux. A 1.300 metros de la meta del Observatorio, el coche de Jacques Godded el director del Tour, un Peugeot 404 rojo y blanco con la placa número 2, frenó con suavidad.

El fundador de L'Equipe, con su habitual indumentaria de explorador, camisa caqui, pantalón bermuda, medias de lana blancas y zapatos marrones, se apeó. Dejó en el coche el salacot en señal de respeto y ascendió con un ramo de flores en las manos la distancia que separa la carretera del monumento a Tom Simpson, que falleció allí mismo tres años antes.

Predicción fatal

A Godded le acompañaba un gendarme. Manos a la espalda, traje azul de reglamento, con chaqueta pese a la temperatura, gafas rectangulares y bigote. El kepis bien ajustado. Eddy Merckx llegaba en ese momento camino de la cima para ganar la etapa.

Cinco horas antes, en la salida de Gap, el director de su equipo, el Faema, le comunicó la muerte de Vicenzo Giacotto, su mánager. De madrugada, el amigo italiano había sufrido un infarto en su domicilio de Milán. Merckx lloró como un niño. Después prometió que ganaría. Llevaba seis minutos de ventaja a Zoetemelk y no tenía necesidad de atacar, pero lo hizo. Por su amigo. El esfuerzo fue atroz, tanto que, a esas alturas de la ascensión, sus perseguidores recortaban diferencias.

Aún así, el Caníbal fue humano por segunda vez en un día. Mientras Godded depositaba las flores a Simpson y él circulaba por la carretera volvió la cabeza hacia el monumento y se quitó la gorra para homenajear al rival caído. Gastó sus últimas fuerzas en el kilómetro final y rodeado de coches y motos alcanzó la meta. Atendió con palabras balbuceantes al micrófono de la televisión francesa y se desplomó en brazos de sus ayudantes. Fue trasladado a una ambulancia para recibir oxígeno.

Cuatro años antes, 13 de julio del 1966, el doctor Dumas, médico del Tour, preocupado por el calor comentaba: «Con este tiempo, si algún chico se va al suelo, podemos acabar con un muerto en brazos». A cinco kilómetros de la cima, Simpson no pudo seguir a sus acompañantes. Lo intentó. Cayó y se puso de pie.

Tenía la mirada fija. A dos kilómetros del alto empezó a hacer eses. Volvió a caer. Dos espectadores lo pusieron en la bicicleta y su mecánico le empujó. Avanzó cien metros como un autómata. Ya estaba muerto. Volvió a caer. Un espectador se acercó. Intentó levantarle, pero le miró a la cara y cambió de opinión. Empezó a hacerle el boca a boca. Simpson, al que la autopsia encontró una explosiva mezcla de anfetaminas y alcohol en su cuerpo, también había padecido una diarrea sobre la bicicleta. Aún descompuesto, pensó en continuar y tuvo todavía la trágica lucidez de pararse en un café de Bedoin, a los pies de la montaña, para tomarse un vaso de brandi, una decisión fatal.