
¿Quién no tiene en su entorno a alguien que detesta a Alcaraz? Que prefiere que su palmarés se quede en un relato breve. Que banca al serbio o al italiano de turno con tal de que le salga cruz. No sorprenderá saber que detrás de muchos de esos haters hay resentidos con no sabe muy bien qué. No le perdonan a Carlitos que dijera que aspira a ser algún día el mejor tenista de la historia. Como si más recomendable que la ambición fuese el cinismo y esa modestia de galería que está tan de moda. Como si esa ilusión suya fuera realmente una falta de respeto a la grandeza inapelable de Nadal.
No les gusta a otros que Alcaraz se marche a Ibiza a hacer el veinteañero y, dando ese ejemplo, luego gane torneos de grand slam. Va contra el predicamento asceta que dice que para ser un gran campeón hay que renunciar al oxígeno vital y dedicarse a sufrir como un perro. Solo merece la gloria quien lleva a cuestas una sobredosis de padecimiento. El tiempo libre es aconsejable dedicarlo a la meditación con mantras, leer a Espronceda y a contar los relieves del gotelé del techo.
Somos un país con las costuras demasiado finas, que pronto se pone estupendo para dirigir la vida de los demás y se hace luego el digno para defender los derechos propios. Que necesita generarse a menudo adversarios con los que descargar los complejines y la cólera que genera esta existencia tan demandante. Que abre rivalidades absurdas. Como si Nadal y Alcaraz no fueran realmente más que dos compatriotas separados en la cuna por un pedazo de Mediterráneo. Dos chavales de generaciones distintas con el mismo deseo de trascender. Como si haber disfrutado de aquellos domingos inolvidables alentando a Rafa nos obligase ahora a guardar un rencoroso luto. Como si el tenis no fuese un deporte con el que festejar la superación y pareciera más la competencia por ser vocalista de La Oreja de Van Gogh. Como si nuestra historia no consintiera más que una leyenda.