
La primera vez que oí hablar de los Toros de Guisando fue en la escuela de Forcarei, aunque después tardé varios años en saber que Guisando era una localidad real, que tenía que estar en algún sitio, y que, como se decía en la aldea de todo lo antiguo, «tenía mucho mérito». Y el primer verraco real que vi, siendo estudiante, fue el de Salamanca —sin cabeza, partido en dos, restaurado, y colocado a la entrada del puente romano (1954), coincidiendo con el IV Centenario de El Lazarillo de Tormes, para recordar que el ciego patrón de Lázaro le dio un fuerte cabezazo contra el duro granito para enseñarle a no fiarse de nadie.
A los Toros de Guisando —municipio de El Tiemblo— llegué de casualidad en 1979, cuando, tras asistir a una reunión en Toledo, y teniendo en cuenta que la red de autovías de hoy aún era una quimera, decidí dejarle rienda suelta a mi Citroën GS para que me trajese a casa. Así me metí en la actual carretera N-403 —por entonces un martirio—, que me llevó a devagar mis cafés en Torrijos, Maqueda, Valdeiglesias y El Barco, para dormir en Ávila. Y en esas estaba cuando, circulando cerca de El Tiemblo, vi dos humildes indicadores ?«Toros de Guisando» y «Venta juradera»— que desviaron mi coche durante unos poquitos metros, sin que yo le diese ninguna orden. Así le puse sentimiento, imagen, localización e historia a aquel corral, con cerca de piedra, que guarda cuatro impresionantes toros vetones —se sabe que antiguamente había cinco— que fueron tallados en época incierta, aunque los expertos los sitúan en la Edad del Bronce, entre los siglos IV y III a. C.
A estos animales, graníticos, toscos y enormes, pero graciosos, se les llama toros o verracos, debido a que en algunos casos parecen toros, que insinúan sus cuernos y su poder, y en otros parecen cerdos reproductores. Los vetones eran expertos en estas ganaderías, y seguramente los esculpieron para crear fetiches contra las pestes, favorecer camadas más numerosas, o expresar la dependencia alimenticia que tuvo esta civilización del porcino y el vacuno. Ahora hay muchos toros y verracos catalogados en una extensa área que abarca las provincias españolas de Ávila, Salamanca, Zamora, Cáceres y Toledo, y los distritos portugueses de Bragança y Vila Real, donde el municipio de Murça conserva el verraco conocido como Porca da Murça. Muchos de ellos —quizá los mejores— fueron trasladados a espacios urbanos como Salamanca, Zamora y Ávila, y también a varios museos generales o arqueológicos.
Pero lo que impresiona del corral de Guisando es verlos en plena y desierta naturaleza, formando un conjunto intencionadamente llamativo y simbólico que hace patente la finalidad votiva de estas esculturas. Desde mi punto de vista, el corral de Guisando constituye un recinto de evocaciones telúricas, muy singular y hermoso, al que —si se hace como complemento de un fin de semana en Ávila— vale la pena viajar.
Al lado de los toros quedan algunas paredes arruinadas por el tiempo, el abandono y las hiedras, que pertenecieron a la Venta Juradera, situada a la vera de la Cañada Real Leonesa Oriental, en la que doña María de la Puente y Soto, marquesa de Castañiza, mandó grabar (en 1924) esta efemérides: «En este lugar fue jurada doña Isabel la Católica, por princesa y heredera de los Reinos de Castilla y León, el 19 de septiembre de 1468». Porque la vieja historia de España no se hizo en Madrid, sino en cualquier lugar. Y es un placer intenso y formativo visitar esos numerosos espacios, que hoy están desiertos, e incluso son agrestes, pero que se pueden localizar, visitar y entender siguiendo cualquier manual escolar de historia de España. A mí me gusta verlos y preguntarme cómo eran, comprobar cómo están, y repensar la enorme casuística con la que se formó una historia tan intensa e influyente como la nuestra. Por eso recuerdo la jura de Isabel, con dos días de retraso, 556 años después.
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