Casi me animaba a culpar al déficit público, que ahora está de moda para todo, la destrucción de la mitad de nuestro sistema financiero tal como lo conocíamos. Pero va a ser que no. Es el gobernador del Banco de España el que en vez de dimitir por abducción financiera, puso en marcha una gigantesca cortina de humo (desamortización la llamó Antón Costas) para acabar con la biodiversidad en el sector, generar un peligro sistémico madridista y subastar entidades nacionalizadas a ritmo exprés.
Cierto que en España, y Galicia, esa mitad se ganó a pulso su hecatombe. Porque, más allá de la incompetencia de sus reguladores, otros trabajaron a conciencia desde dentro. Su adicción al negocio mágico del ladrillo, a inversiones en mercados cautivos (concesiones de autopistas o de la energía) o al infame corralito de las preferentes, nos colocan en las antípodas del fundamento sólido de una banca regional.
Llegados a este punto el Banco de España nunca estuvo interesado en una reconversión al ámbito local de las cajas (como en Alemania). Banca regional que un analista del asunto como Stiglitz considera imprescindible para que cualquier pequeña economía real pueda sobrevivir en la volatilidad de la economía global.
A partir de ahí hemos asistido a un serial que demuestra, por activa y por pasiva, que vivimos en un impaís: con una letal incapacidad para cooperar y ser uno de los nuestros. De localismos que triunfan en el sálvese quién pueda, o en su abducción provinciano-madrileña. Nadie duda que las empresas tienen domicilio social (al menos en Madrid, Bilbao o Barcelona), pero nos comportamos como si por estos Finisterres viviésemos en la economía líquida que publicitan, pero no practican, Pekín o Washington. Como si por aquí pudiésemos tener futuro sin los campeones ocultos (medianas empresas apoyadas por su banca regional) que definen el modelo competitivo alemán.
Puede resultar así que la mitad del ahorro gallego, y una red comercial y de confianza construida durante décadas, corra el riesgo de que, entre el neocaciquismo de unos, el jacobinismo de otros y la jeta compradora de los de más allá (que pagan los favores de posmodernos y patéticos Xan das Bolas), no merezca ni siquiera estar nacionalizada demasiado tiempo. Que el Gobierno sea más cauteloso, y prudente, con la subasta de Aena o de la Lotería Nacional.
Sin embargo creo que, si existiese eso que se llama responsabilidad social corporativa, los restos de este nuevo naufragio gallego se merecen más atención inversora que unas torres de hormigón (en Madrid o en París). Añado, además, que el éxito de austeridad en la gestión pública de lo que tanto alardea la Xunta, combinado con el declive económico y financiero del país, nos lleva a una muerte segura por anorexia.
El actual presidente del Gobierno haría muy mal en creer que para Galicia tener un AVE exclusivo de pasajeros a Madrid es hoy más estratégico que contar con un banco regional. Xunta y Gobierno están en la obligación de calibrar muy en serio si cuando cientos de bancos europeos solo se fían ya del BCE para depositar su liquidez, y ninguno del resto, es el momento adecuado para presionar en la dirección que agradecen, y esperan, los tiburones.