Moteros sin prisa en la carretera

TEXTO Beatriz Antón FOTO José Pardo

FERROL

Lolo Prego se enamoró de las motos a los 14 años y con el tiempo contagió su pasión a su mujer y a su hijo; cuando las conducen, cuentan, se sienten libres como los pájaros

16 ago 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

El estereotipo dice que un motero es un tipo duro, enfundado en cuero y con carácter alborotador: como el personaje que interpretaba Marlon Brando en la mítica película de Laszlo Benedek Salvaje ( The wild one ). El estereotipo es solo eso, una imagen aceptada por la mayoría y que en muchas ocasiones no encaja con la realidad.

No hay más que hablar con Lolo Prego, con Esther Ramón, su mujer; y con Antonio, el hijo de ambos; para darse cuenta de que el mundo motero es otra cosa. Los tres disfrutan como niños a lomos de sus máquinas de dos ruedas, pero ninguno de ellos alardea del espíritu salvaje de Brando en el celuloide.

«A mí me apasiona la moto porque te hace sentir libre, pero no me gusta correr: no voy en moto para comer carretera, ni tampoco para ver solo rayas y asfalto. Yo prefiero ir sin prisas, a mi ritmo, y disfrutar bien del paisaje», explica el cabeza de familia.

Lolo cuenta que su pasión por las motos le viene de la adolescencia. Cuando tenía 14 años, su hermano se compró una Puch de 49 centímetros cúbicos y a él le gustó tanto que cuando ganó su primer sueldo lo quiso invertir en una moto. «Era una Rieju de 49 centímetros cúbicos con la que me iba a trabajar y a pasarlo bien», recuerda.

Después, ya casado, tuvo un scooter y, tras venderlo, adquirió una Yamaha Special con la que hizo algún que otro viaje con su mujer. Pero a la pobre máquina, cuenta, «se la comían los coches en la carretera», por lo que Lolo decidió comprar «una moto de verdad» y fue así como se hizo con la Onda Magna de 750 centímetros que usa a día de hoy.

Por aquel entonces, Esther todavía no había quedado atrapada por poder hipnotizador del mundo motero. Pero no tardó en caer. Cuando su hijo Antonio cumplió 16 años, ella y su marido le regalaron una moto Daelim -«aunque yo al principio no quería, porque me daba mucho miedo», recuerda ahora echando la vista atrás- y ella decidió probarla, «solo por curiosidad». La intentona fue un desastre, porque nada más subirse a ella, Esther le rompió un espejo. Pero el gusanillo ya estaba ahí metido, y poco después, con 40 años, se sacó el carné.

Ahora conduce una Suzuki Intruder totalmente customizada para ella por su marido -tanto que se parece más a una Indian que a la moto que en realidad es- y asegura que le da la felicidad. «Yo podría ir al trabajo caminando, porque vivo cerca, pero prefiero ir en moto, porque, aunque solo sean tres minutos, esos tres minutos son una ilusión», explica risueña.

Y Antonio, el tercer mosquetero en esta historia, no es menos apasionado. Su padre cuenta que con 12 años se podía pasar horas encima de la moto que tenía aparcada en el garaje. Y ahora, con 22, ha puesto todas sus ilusiones y esperanzas en Fantansy Bike , un taller de transformación de motos con el que espera ganarse el pan.