El barrio de Caranza puede estar satisfecho de haber alumbrado instituciones como Asfedro, que cumple ahora dos décadas. Estemos o no estemos de acuerdo con la legalización de las drogas, lo cierto es que siempre serán necesarios servicios como los que presta. Aunque el consumo de alcohol no está penalizado, existen asociaciones de enfermos y ex enfermos etílicos. Por eso tenemos que apoyarlos. Hoy el trabajo es diferente al de ayer, pero igualmente imprescindible. Es cierto que ya no ocurren tragedias como la de la madre que ha perdido cinco hijos por el consumo de estupefacientes. Es el ejemplo más paradigmático de lo que sucedía en Caranza hace no tanto tiempo y cuyo testimonio y las fotos de sus hijos frente a ella aparecían en estas páginas el pasado domingo. Se ha conseguido cortar casos como el de esta mujer, pero llegan otros más sutiles y de otras clases sociales. No son los heroinómanos de barrio popular, malmirados por todo el mundo. Son cocainómanos de clases medias que llegan también al ambulatorio de Asfedro pidiendo ayuda, y se les da. O el incremento del hachís entre adolescentes. Incluso muchas muertes por crisis cardíacas en personas relativamente jóvenes que ocultan estas nuevas toxicomanías. Caranza consiguió poner freno a su degradación y el éxito se debió, principalmente, a que surgieron líderes entre el propio vecindario, que luchaba por un entorno mejor. Nadie les regaló nada y todo lo alcanzaron con su esfuerzo, sin la vieja estampa caritativa, que los hizo merecedores, poco después, del premio Reina Sofía, uno de los más prestigiosos en la lucha antidrogas. Hoy, dos décadas después, aquel ímpetu se ha desdibujado y aquella vitalidad devino en algo encartonado con otras actitudes más burocráticas. Queda para el libro de la vergüenza los cargos públicos que usaron el miedo al toxicómano de los años 90 para medrar políticamente. En el libro de honor hay que inscribir a ex alcaldes como Carlos Pita, que sufrieron en sus carnes el mantener la coherencia.