18 may 2014 . Actualizado a las 06:00 h.

Estamos a las puertas de unas elecciones europeas y en mi entorno noto un enorme desinterés, intuyo que derivado de un evidente desencanto. Estos días es un tema recurrente de conversación con mis amigos y siempre que hablamos de esto se nota en el ambiente la sombra de la decepción y del pesimismo. Yo trato -a veces, cuando tengo ánimo y humor para ello- de aportar argumentos que nos lleven a votar, que nos animen a acudir a las urnas, que remuevan los rescoldos de la fe que algún día tuvimos en Europa, pero el escepticismo del grupo es rocoso y difícil de atacar.

Somos de la misma generación, y aquella admiración con que veíamos a Europa en nuestra juventud se ha ido perdiendo por el camino. A lo mejor es que, viviendo en un país como era el nuestro en los años 60, cerrado y atrasado, hemos idealizado a esa Europa que se nos ofrecía como paraíso de libertades, como templo de la educación cívica y de los derechos humanos. Mientras que aquí, ya desde los tiempos de Sancho Panza (que se envanecía de que en su linaje de gañanes no hubiese ni rastro de sangre judía ni morisca) vivíamos en las catacumbas de la intolerancia, del atraso y de la superstición, en Europa los Lutero y los Erasmo de Róterdam trabajaban por la libertad de pensamiento y la ética colectiva. Les digo a mis amigos que no olviden que la democracia moderna nació en Europa, lo mismo que el llamado «Estado de bienestar», la distribución racional de los tributos y la atención social a los más desfavorecidos. Por todo esto, y mucho más, tienen experiencia y nos dan mil vueltas en civismo y ética ciudadana. No en vano, y hace ya muchos años, leyeron de primera mano -y entendieron- a gente como Montesquieu, Voltaire, Descartes, Víctor Hugo, Dickens, Stendhal, Kant, etc. Y donde hubo, algo queda. Ser europeo era una de nuestras grandes aspiraciones juveniles, cuando intuíamos que el final del régimen franquista estaba cerca. Entrar a formar parte de la vieja y culta Europa era como una tabla de salvación para este país que olía aún demasiado a cuartel y sacristía. Ahora, aunque frustrados y aunque sepamos ya que el tiempo todo lo desmitifica y relativiza, no debemos renunciar tan fácilmente a aquello en lo que creímos.

Me dejan hablar, pero me esperan en la primera vuelta de una pausa para contestarme que esta Europa tiene muy poco que ver con aquella de la que hablo. Hoy se ha convertido en un patio de mercaderes, donde lo que importa es el dividendo y la deuda acumulada. Esa Europa que, con esta crisis desatada por los ricos y que sufren los pobres, tuvo la oportunidad perfecta de reorientar la economía eliminando la especulación y redistribuyendo la riqueza. Y además, me insisten, nosotros ahí no pintamos nada; quienes cortan el bacalao son la señora Merkel y los países nórdicos, las voces de los ricos. Añaden, también, que nuestros representantes tienen poco que ofrecernos por su baja credibilidad. Aquí la partitocracia que nos gobierna busca refugios dorados para sus pesos pesados sin importarle ni su competencia, ni su formación, ni su decoro. Y a estos, lo que les importa realmente son sus viajes de avión en primera clase y su apetitosa retribución mensual?, por ocupar un asiento y apretar un botón. Ya ven, me temo que va a costar lo suyo convencerlos.

viéndolas pasar