Diferentes sensibilidades

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

30 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Con frecuencia la literatura me saca de apuros: me sirve como tema de conversación, permite exponer opiniones contrastadas sobre asuntos importantes, escuchar otras que uno ni había imaginado, etc. Pero en este caso, me metió en un pequeño lío. Y fue por un comentario imprudente, pues no tuve en cuenta la distinta sensibilidad de algunos oyentes a los que me dirigía. No pasó nada grave, pero me dejó un ligero malestar al final de una jornada estupenda.

 Había pasado la tarde con un viejo amigo, en su casa, conversando debajo de la parra de la huerta, conversación que subió y bajó por las carreteras de otros tiempos, sin perder nunca de vista las curvas de nuestra actualidad. Al final, llegó una hija suya con dos niñas de once y nueve años, que se unieron a nuestra cómoda tertulia. Pero como los niños aguantan poco tiempo en el mismo sitio, mi amigo y su mujer propusieron un paseo hasta una granja cercana a la casa, en las afueras del pueblo. Y allá nos fuimos todos, al resbalillo de la tarde plácida. Y me encontré con un panorama idílico, propio de otros tiempos: una pradera verde, salpicada por algunos robles frondosos bajo los cuales descansaban plácidamente unas vacas, mientras otras pacían sin prisas, con la parsimonia de los buenos gastrónomos. Comenté en voz alta la belleza de la escena y, recordando que mi amigo fue un devoto lector de Joseph Conrad, le apunté la enorme diferencia del cuadro que teníamos delante al que el escritor polaco había descrito en un pasaje de uno de los libros autobiográficos en que cuenta sus experiencias marinas, también con vacas de protagonistas. Como no recordaba ese texto, me pidió que lo contase. Y lo hice, sin pensar en las niñas, que pusieron toda la atención.

Entonces les conté que en un viaje por mar, de Indochina a la India, un tifón había corrido la carga del barco en el que iba Conrad como segundo oficial. La nave avanzaba escorada y, cerca de la India, el capitán, para salvar el barco y la tripulación, decidió que se arrojase por la borda toda la carga, incluidas las veinte vacas que llevaban en las bodegas. La costa estaba cerca y si llegaban, serían respetadas como sagradas. Las vacas, desorientadas, quedaron flotando todas juntas, como esas que están aquí a la sombra. Todo estaba en orden: el barco, enderezado ya e inmóvil; el mar verde y en calma, como si fuera un prado; las cabezas de las vacas asomando por encima de la lámina verdosa, moviéndose muy lentamente. Pero pronto, los animales empiezan a mirar con ojos de inquietud y se escuchan los primeros mugidos de angustia. Y de inmediato, los del barco detectan los primeros tiburones. La angustia ahora también es de los tripulantes, incapaces de poner remedio a lo que parece inevitable. Porque, en efecto, el agua empieza a teñirse de rojo, alguna cabeza desaparece bajo el agua, para volver a emerger segundos después. Las dentelladas de los tiburones hacen estragos en el cuerpo sumergido de las vacas, pero estas ya ni se quejan. Cada una aguanta estoicamente hasta donde se lo permiten los destrozos que los escualos les están causando…

Y aquí me di cuenta de que debía callarme.

En realidad, me arrepentí de haber empezado a contar esta historia. Me dejé llevar por la plasticidad con que Conrad lo narra en esas páginas antológicas, y no me había percatado de que las dos niñas me estaban siguiendo con la angustia también en la mirada.