Recursos paternos

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

27 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Tenía cita en el médico y sentía pena por las horas de la tarde espléndida de sol que me perdería. Pero me sobrepuse y acudí a la hora prevista. Además tuve suerte, pues la larga espera previa se me hizo corta, tanto que ni siquiera pude abrir el libro que me acompañaba. Mientras esperaba mi turno en la sala, un chico sentado a mi lado se puso a hablar conmigo desde el primer momento en que me preguntó si yo también iba al psicólogo. Le dije que no, que yo estaba para el dermatólogo, en la consulta de al lado; se interesó por lo que me pasaba, pero creo que eso fue solo la disculpa para empezar a hablarme de lo que le pasaba a él. El chico era educado, se explicaba con facilidad y muy pronto acabé interesándome por lo que contaba con absoluta naturalidad. Una historia que podría escribir un buen narrador, que iba saltando de lo cómico a lo serio y viceversa, sin que uno supiese nunca cuál de esos dos terrenos pisaba. Vivía en Madrid, estaba en Galicia de vacaciones, y hoy había decidido acudir a esta consulta porque se había quedado sin la medicación prescrita por su psicólogo madrileño.

Resulta que hasta hace dos años vivía en la casa de sus padres. A pesar de sus treinta y pico de años y un buen trabajo en un banco importante, no tenía ningún interés en independizarse. Pero, un par de años atrás, sus padres decidieron separarse, y él, para no verse en el dilema de elegir con quien se iba o se quedaba, decidió que era el momento de ponerse a vivir solo. Lo hizo en un apartamento con terraza para poder cuidar las macetas que le dio su madre (que no quería volver a verlas). Y así, instalado en una nueva vida, empezó a repetir la de sus padres: por la noche regaba las plantas, como hacía su madre, y antes de irse a la cama se daba un paseo en pijama por la casa revisando la llave del gas, desenchufando aparatos eléctricos, vigilando que no quedase ninguna luz encendida y cubriendo con un paño la jaula del jilguero, como hacía su padre. Esta rutina le ayudaba a sobrellevar la soledad de la casa y a recordar la grata presencia de sus progenitores.

Pero unos meses después de la separación de estos, el padre se presentó en su apartamento para, después de muchas vueltas, decirle que volvía con la madre. Pasado el apuro, se explayó en animosas explicaciones, diciéndole que, en realidad, ya desde la semana siguiente al día de la separación, no habían dejado de verse, y que habían comido muchas veces en restaurantes caros a los que antes nunca iban, que hicieron escapadas al cine y al teatro, y que hasta habían hecho la ruta Praga, Viena, Budapest en amor y compañía… «Me estaba enterando de algo que ni siquiera podía sospechar. ¡Cómo hacerlo, si mi madre lo último que me dijo fue que ni a las plantas ni a tu padre ni al jilguero quería verlos más!». No supo qué responderle, y quedó muy confuso al darse cuenta de que ellos estaban llevando la vida que debiera llevar él, mientras que él estaba viviendo la de ellos. Quiso decirle que quería volver a la casa paterna, pero no se atrevió porque en ese momento cayó en la cuenta de que todo pudo haber sido una estrategia de los padres para echarlo de casa de una vez. «Cada día que pasa estoy más convencido de que todo obedeció a un plan de ellos, por mucho que el psicólogo me diga que no». Le tocó el turno de entrar y yo me quedé pensando en quién tendría razón: el psicólogo o él...