Vuelta al pasado

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

03 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Llegamos a Santiago convocados por los organizadores del encuentro, y cada uno de nosotros lo hacía con el temor de si lograríamos reconocernos. Habíamos quedado delante del viejo Instituto Masculino Gelmírez, en la plaza de Mazarelos, donde habíamos estudiado todo o parte del bachillerato, que empezara en 1960 y que terminamos en 1967, el del PREU. Se trataba de celebrar el 50 aniversario de aquella promoción. Si lo del «veinte años no es nada» de Gardel ya era exagerado, lo de los cincuenta es una barbaridad, ya no hay tango que se atreva. Por eso, el temor a no reconocerse no era infundado. A nuestro favor jugaba el hecho de que habíamos quedado delante del edificio, y de que algunos habían continuado viéndose a lo largo de estos años. Lo primero que se me ocurrió al entrar en la plaza y ver a un grupo de señores abrazándose y saludándose efusivamente fueron aquellos versos de Blas de Otero: «Ay, qué fugazmente pasan los años bellos / y cómo pierde el color la rosa que encienden ellos». Porque los que allí nos fuimos concentrando estábamos tratando de reconocer en las figuras físicas actuales a los adolescentes que éramos hace cincuenta años. A aquellos chicos que habíamos convivido unos años y que a los diecisiete nos dispersamos en carreras y oficios distintos por lugares diferentes. Habíamos terminado la etapa quizá más libre y auténtica desde que la persona alcanza el uso de razón, y ya cada uno por su lado, se dispuso a estrenar su propia vida. El azar nos dispersó a estos viejos compañeros hacia destinos diversos y cada cual corrió su propia suerte de la mejor manera que pudo y supo.

Y, por lo visto, no podemos quejarnos. Aquellos chavales casi anónimos que siempre encontraban un hueco en el denso horario lectivo (había clase los sábados) para dar un paseo por la Alameda y saludar (entornando un ojo a lo Robert Mitchum) a las chicas del instituto femenino o de las monjas (que no nos hacían ni caso); aquellos chicos que escapábamos al cine, a la sesión continua del Salón Teatro, en vez de ir a clase de religión y de política, hoy, muchos años después, son médicos de prestigio, ingenieros, arquitectos, profesores, empresarios, autónomos solventes… Pero, sobre todo, gente de bien, con una vida privada y profesional detrás que los afianza como hombres y como ciudadanos. Es cierto que eran buenos tiempos para encontrar después trabajo y poder desarrollar cada uno su profesión. Tuvimos más y mejores oportunidades que los jóvenes de hoy, a pesar de que no teníamos ni móviles, ni ordenadores, ni fotocopias, ni zapatillas de marca, ni docenas de pantalones y camisetas, ni siquiera televisión en casa. Vestíamos todos iguales por semana, y los domingos nos esmerábamos con la camisa blanca y la corbata festiva. Olíamos no a colonia cara, sino a jabón y a sencillez. De todo esto hablamos, y sin parar, desde el primer momento. Escapando de la tentación de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero reivindicando el valor de una época y de una forma de vivir.

La reunión duró todo el sábado, con comida generosa por medio. Había entre nosotros un páramo de años tan enorme, que había que recorrerlo aunque fuese a grandes zancadas. Contando anécdotas de aquellos años, volvíamos a vivirlas, porque la palabra las recreaba y las hacía más nuestras. Evocar aquellos tiempos acabó siendo una necesidad compartida y gozosamente disfrutada.