Dependencias innecesarias

FERROL

10 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

E l otro día, tomando un café en la terraza de una cafetería, me llamó la atención lo que pasaba en la mesa de al lado: seis personas de mediana edad, durante el tiempo que yo estuve allí, no pronunciaron ni una palabra entre ellos, cada uno mirando su teléfono móvil. Así, en silencio, casi una hora. Allí no se hablaba, sólo se atendía a la pantalla del pequeño artilugio y a sus teclas. Ni una palabra entre ellos (y ellas). Esto es una auténtica epidemia. Si los adultos no somos capaces de regular el uso del móvil, no nos puede extrañar que los niños y adolescentes estén cada vez más enganchados a estos aparatos. Me decía un profesor de Primaria que los niños de ahora, en los recreos, ya no juegan ni al fútbol ni a nada. Están chateando por el móvil con otros compañeros… que ¡están a diez pasos!, en el mismo patio del colegio. ¿Qué se contarán a través del teclado? Pero lo que más importa es que renuncian a la palabra hablada, que es viva, que tiene alma y sentimientos, que nos hace participar directamente de lo que se cuenta, y la sustituyen por un texto que no va más allá de un renglón y que es aséptico, insulso y con faltas de ortografía (aunque de esto último ni se den cuenta). El caso es que hoy, niños y mayores, no podemos dar ya un paso sin el dichoso artilugio, que tiene muchas ventajas, pero quizá también demasiados inconvenientes. Este estar tan pendiente de la pantalla, de los chats y de los whatsAps, del chiste que nos mandan o de la frase con que responderemos, en el fondo nos está condenando a vivir fuera de nosotros mismos, a no dejarnos pensar ni reflexionar sobre lo que estamos viviendo en ese momento. Ese es uno de los grandes problemas. Todo lo que tengo que decir lo resuelvo con unos cuantos caracteres, así despacho el problema que sea, sin dedicar el tiempo necesario a reflexionar sobre lo que la vida diaria nos va ofreciendo. Si no pensamos las cosas, mal las vamos a entender y asimilar.

La educación en casa y en el colegio tiene que entrar de lleno en este problema y regular sin titubeos el uso del móvil. Yo lo vi hace ya unos años (y así lo escribí en aquel momento) cuando en una encuesta en el aula de alumnos de dieciséis años se les preguntó cuántos de ellos tenían un teléfono móvil. En clase eran veinticinco, y levantaron la mano veinticuatro, todos sonrientes y llenos de razón. Además, según fueron diciendo, el gasto mensual del aparato estaba entre 40 y 80 euros. Mientras las preguntas seguían, yo busqué con la mirada al único alumno que no tenía teléfono móvil. Estaba como desconcertado, como con vergüenza por ser el único que no tenía un aparato al parecer imprescindible. Era un hijo de inmigrantes hispanoamericanos y ese día quizá aprendió que en el primer mundo no siempre las cosas son lógicas ni coherentes (las encuestas hay que hacerlas individualmente y por escrito, para evitar apuros improcedentes), y que los jóvenes españoles deben de ser los más extravertidos del mundo, pues tan necesitados están de comunicarse entre ellos por teléfono. Yo aproveché para sacarle hierro al asunto diciéndole al chico, al salir de clase, que el móvil era algo absolutamente prescindible a esa edad y en circunstancias normales. No tenía más que escuchar las conversaciones absurdas que, a voz en grito, estaban manteniendo por teléfono muchos de sus compañeros en esos momentos, en los pasillos.