Llegué a la lectura de este libro del que les voy a hablar, de una manera rocambolesca. A veces, pasa. En este caso, la casualidad me dio la oportunidad de leer una gran obra. Hace un año que un hijo mío, buen lector, me regaló un libro que a él le había gustado: Juan Belmonte, matador de toros (Alianza editorial), del que es autor un escritor para mí casi desconocido: Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897- Londres, 1944). El libro, lógicamente, se mueve en un ambiente taurino por el que no siento demasiado interés, y por eso pasó a la lista de espera de las lecturas pendientes. Mi hijo, que vive en Sevilla, de vez en cuando me preguntaba por él, y yo le daba largas con que tenía muchas cosas entre manos. Pero en poco tiempo ocurrieron dos hechos que me decidieron a leer el libro, ahora ya con curiosidad e impaciencia: conocí a un profesor de la Universidad de Murcia, José Belmonte, sobrino nieto del torero, que, con tanta gracia como entusiasmo, me contó detalles y anécdotas de la vida de su antepasado que me llevaron a interesarme por el personaje. Casi al mismo tiempo, leí un artículo de Arturo Pérez Reverte que hablaba maravillas del escritor Manuel Chaves Nogales, el autor del libro sobre Belmonte. Lo inmediato fue ponerme a leer con mucho interés esa obra para la que nunca había encontrado tiempo.
Y lo que son las cosas: descubrí una gran obra literaria y un extraordinario escritor. El libro está contado desde la primera persona, organizado como una autobiografía del torero, pero quien lo escribe es Manuel Chaves, recogiendo horas de conversaciones con Belmonte, ambos coetáneos y sevillanos. El libro va mucho más allá del género biográfico, para adentrarse en un relato reflexivo sobre la vida humana y sobre la época que les ha tocado vivir. En muchos casos estamos ante un ejercicio de introspección que el torero hace para lograr conocerse a sí mismo. Juan Belmonte, a través de la prosa brillante y precisa de Chaves, se nos muestra como un hombre lleno de matices, con aciertos y errores, pero con una férrea voluntad de mantener una ética social y humana, muy por encima de su enorme fama como torero. Su infancia fue la de un niño pobre y huérfano en el barrio de Triana. Con otros pícaros llegó a pedir limosna por los caminos cuando iban a las dehesas cercanas en busca de un toro al que poder torear a espaldas del dueño y de la Guardia Civil. A la escuela sólo pudo ir durante cuatro años, el resto de su adolescencia la pasó en el mismo ambiente que los Rinconete y Cortadillo, de Cervantes, callejeando por Sevilla.
Aprendió a torear a la luz de la luna, con una chaqueta remendada como muleta, y ahí, en las dehesas, fue donde les perdió para siempre el miedo a los toros: fue un novillero casi suicida y, desde 1913, un torero temerario que marcó un estilo. La gente se apresuraba por ir a verlo torear antes de que lo matase cualquier toro en alguna plaza. Murió en su cama con 70 años. Pero al margen de los toros, era una persona que se hizo a sí misma, leyendo, estudiando en sus días libres (viajaba con una maleta llena de libros) y escuchando a los que sabían: se relacionó con Valle-Inclán, con Pérez de Ayala, con Zuloaga… Su gran mérito, además de haber triunfado como torero, fue saber saltar a tiempo del tren de los pícaros y pequeños delincuentes en el que la vida lo embarcó, y subirse al del humanismo, la cultura y la razón.
Un salto nada fácil.