Estos días participamos, por propia voluntad o empujados a codazos, en un desenfrenado ejercicio que se sitúa en las antípodas de lo que proclamamos enfáticamente cada año en las mismas fechas. El estresante trajín de remate de diciembre, con la inminencia del cambio de calendario, es una interminable sucesión apresurada y agobiante -no vaya a ser que nos olvidemos de algo otra vez- de buenos deseos de paz y sosiego para el resto, que, a su vez, no hallan hueco en su apremiado tiempo para expresarnos sus beatíficos propósitos para que vivamos plácidamente. Un perfecto sinsentido.
La prisa lo invade todo, no queda ámbito a salvo de la urgencia, de la impaciencia: en la empresa, con los amigos, en la familia, con los vecinos, con los conocidos. A ver si queda alguno sin felicitar; déjame repasar la agenda. Peor todavía, a ver si a punto de sonar la campana recibo, en el fragor de los whatsapps que incendian los móviles a esas horas, una felicitación de alguien en quien no había reparado. Por no mencionar el vano ejercicio del recuento de acontecimientos del año, con su absurdo corolario de comparaciones disparatadas, cuando ya nos ilustró acertadamente Ana Botella con que no se pueden comparar peras con manzanas (por entonces no se refería a manzanas de viviendas sociales, creo).
En estas fechas cobra su auténtico sentido práctico el incipiente movimiento que proclama la sencilla idea de que, en una sociedad como el que nos hemos dado cargada de insensatas y disparatadas urgencias, la lentitud es una actitud de resistencia, verdaderamente revolucionaria. Y tanto. Pero, vaya hombre, casi me despisto: pásenlo bien. Despacio, eso sí, pero bien.