Pues por supuesto que sí: cuando el tiempo se acabe, dentro de unos años, recordaremos estos días con nostalgia y lamentaremos no haber pasado más horas con los amigos verdaderos, no haber sabido disfrutar de las pequeñas cosas -que son las que realmente merecen la pena-, no haber llegado a entender que los mejores viajes son siempre un regreso a casa. Habitamos los recuerdos del futuro, y sin embargo vivimos anclados en la melancolía o prisioneros de esperanzas vanas. Por eso tenemos (bueno, al menos algunos, ya me entienden, y discúlpenme esta manía de generalizar tanto) la mala costumbre de derramar el presente, de dejar que se nos escurra entre los dedos de las manos. Hace un instante, por casualidad, en Ferrol, desde la calle María, estuve viendo cómo el sol marchaba camino del Atlántico y cómo acariciaba, a su paso, una de las torres de la iglesia del Carmen. Era un espectáculo tan bello que me dieron ganas de aplaudir. Pero si no hubiese alzado, por casualidad, la vista, ni siquiera habría podido contemplarlo. La vida es el mayor de los milagros. Pensaba yo eso hace unos días, escuchando a Alberto Juantorena -una de las más grandes leyendas del atletismo mundial, que visitó Galicia gracias a una gestión de Isidoro Hornillos- y oyéndole recordar su infancia. El aire gira sobre sí mismo en los cielos de este verano de grandes magias, y yo echo mucho de menos a Carlos (a Carlos Casares), a Koldo (a Koldo Chamorro de Aranzadi) y a todos los amigos que ya cruzaron el río, aunque hoy estoy más convencido que nunca de que siguen caminando a nuestro lado; vienen a escuchar los versos de Luz Pozo Garza. Y a saludar a Basilio, a Basilio Losada.